Escenarios: Primavera Club (Barcelona), 24 al 28 de noviembre de 2010


Reviso mi informe sobre el Primavera Club del año pasado y me doy cuenta de que decidí destacar solo seis conciertos, si la memoria no me falla prácticamente los únicos que vi en condiciones. Este año, a priori, no había en el cartel nadie que me entusiasmara tanto como podían hacerlo Scout Niblett o Tara Jane O’neil sobre el papel; pero contra toda previsión (fuera por pillarme más despierto o más curioso) el recorrido por este cartel plagado de nombres que había ido investigando los últimos días ha acabado cundiendo más que el de 2009: todo lo bueno y todo lo malo ha conducido a algo, y las características de una banda me han llevado a entender a otras y viceversa. Profundizando en eso, si de algo me ha servido el Primavera Club es para confirmar mi predilección por la suciedad en la música, una cualidad sutil y para nada literal que se me antoja difícil de describir pero que me supone un problema cuando en un grupo brilla por su ausencia. Ese ‘algo’ quebradizo que hace que lo que suena parezca real y que no tiene porqué ser turbio: incluso en el sonido de guitarras y blips cristalinos puede darse algo de inestabilidad psicológica que lo haga interesante, pero si la música habita en un lugar excesivamente seguro es estéril, y algo de esto se ha visto durante estos días en el festival.

Por poner el primer ejemplo, el despliegue de profesionalidad (siendo suaves) de Teenage Fanclub. Los escoceses se dieron un baño de multitudes en la sala Apolo ante seguidores entusiastas, pero para alguien que no conoce su discografía como yo su interpretación parece transcurrir en autopiloto. Cierto, lo tengo difícil si no he tenido nunca demasiado interés en The Beatles, porque un repertorio de medios tiempos (vaya, incluso ‘Star Sign’ sonó ralentizada) basados en progresiones de acordes edulcoradas y armonías vocales sixties es todo lo que hay. No dudo que sean buenos ejercicios de pop pegadizo, pero en fin. Con semejante panorama cualquier cosa podría suponer una bofetada de espabile, y la de Male Bonding fue fuerte pero sobre todo por el contraste: les miré con los ojos abiertos pensando “ya era hora”, pero a las tres canciones su hardcore-grunge-by-numbers tampoco puede impresionarte mucho más allá. Un trío sólido y urgente, entretenido, pero robusto de manera demasiado simplista. En ese sentido arreglaron la noche Wavves, también trío masculino pero desplegando un cancionero de sensibilidad pop y más memorable sin escatimar en energía que convirtió la pista de Apolo en un mar de pogo descontrolado e incontrolable, ideal para cerrar la madrugada del viernes. Precediendo a todo esto estuvieron Smoke Fairies, combo capitaneado por dos chicas con un interesante juego de guitarras pero que no salieron en ningún momento de un cuadrado esquema consistente en armonías psicodélicas, campestres y hippies, con demasiado regusto americano y lo que es más alarmante, conservador.


Dos días antes inauguraba el festival Cuchillo, dúo ampliado puntualmente por un tercer miembro añadiendo detalles a la guitarra y al teclado, para mí uno de los cinco mejores directos del festival. Más rudos y escalofriantes que en estudio (un ligero y certero toque de reverb a todo el conjunto) e imprevisibles dentro de la admirable precisión con la que interactúan batería y guitarra, su slowcore se desarrolló sin ataduras entre el quejido doliente de acordes menores (‘The House’ y ‘Come with Me’ deberían ser inmortalizadas en vivo) y la nostalgia reminiscente de Galaxie 500 (‘Black & White Numbers’) o silenciosamente juguetona (‘Summertime in Sweden’). Tras ellos Frankie Rose & the Outs, grupo íntegramente femenino capitaneado por la primera batería de Vivian Girls, sonaron sin garra. En general, se ha destacado que tienen grandes canciones pero que en Apolo les pasó factura el jet lag, pero son justamente sus canciones las que me parecen flojas y con unas referencias estéticas que no me cuajan. Un riff de The Cramps no hace una canción a su altura, y el trabajo vocal dejó bastante que desear. Un ejemplo de que lo desmadejado no siempre es válido como suciedad interesante. Me apuntan, eso sí, que estuvieron mejores (incluso mejor peinadas) en el Marula Café el día siguiente.

A propósito de desaliño con significado positivo, Lou Barlow dio un concierto excelente con los mínimos elementos en la sala Bikini. Será tachado de pequeño y discreto por el que disfrute con sobreactuaciones disfrazadas de desnudez tangible como las de un Jeff Tweedy, pero a Barlow se le percibe como a alguien entrañable y honesto, y quizás porque me gustan las cosas pequeñas y humildes me pareció otro de los mejores. Lo suyo fue la reivindicación de un cancionero que perdura, el de su etapa en Sebadoh (las dubitaciones amorosas que tan bien se le dan: abrió con ‘Magnets Coil’ y fueron sonando ‘On Fire’, ‘Too Pure’ o ‘Skull’) pero también rescatando piezas de sus discos en solitario, acordándose el ‘Imagination Blind’ que regaló al Farm de Dinosaur Jr. e incrustando lo que fue su mayor éxito en los 90, ‘Natural One’, en medio de su versión de ‘A Hit’ de Smog, dándose un juego irónico evidente. A la guitarra y al ukelele le sacó todo el potencial emotivo a ‘Beauty of the Ride’, ‘Brand New Love’ y especialmente esas dos canciones que surgieron de la ruptura con su novia y que sirvieron para reconquistarla en los primeros años 90, y que interpretó seguidas: ‘Soul and Fire’ y ‘Two Years, Two Days’. Después del mal trago que pasó en Madrid con un público que vociferaba más alto que él, su agradecimiento por el respeto mostrado por la audiencia fue tierno.

Otros que sonaron agradablemente destartalados fueron Senderos en el Marula Café, donde presentaron algunas canciones nuevas y destacaron las ya conocidas como la preciosa ‘Summerdays Are Gone’. En parte uno se plantea cómo puede haber tres componentes de un grupo tan sólido como Veracruz en la banda y sonar aquí tan relajados y con ese punto amateur, pero supongo que es simplemente lo que piden las canciones, que no andan lejos de Jeremy Jay. Si Senderos me vale como suciedad, tengo que contar a Wild Nothing como contrapunto de pulcritud insensibilizadora. Viéndoles en Apolo tuve la misma sensación que en mayo con The Drums: un grupo que viene precedido de cierto revuelo y que factura un pop limpito enraizado en los 80, técnicamente más que notable, pero que no llega a decirme lo suficiente mediante sus composiciones. Lamenté ver solo las dos últimas canciones de Beach Fossils en la misma sala, porque ellos parecían tener mucha más sangre.


El sábado, en un giro inesperado, decidí repetir con Ganglians, a los que había visto este mismo año en el Primavera Sound y que me habían gustado pero dejándome un regusto algo frío. En Moog entendí por qué: no es lo mismo verles en una sala pequeña cara a cara que a la distancia del escenario -alto y lejano- de un festival al aire libre. En esta ocasión el repertorio solo tuvo un momento de reposo playero (‘Crying Smoke’ hacia el final), y aunque hubo una serie de problemas técnicos que interrumpieron el ritmo de la actuación, la banda estuvo divertida y afilada y dio un concierto para recordar. Carnaza primitiva de ritmos y punteos irresistibles (‘Blood on the Sand’, ‘Hair’) y estrenos de su próximo álbum que hacen presagiar una obra mucho más centrada que su debut.

En las antípodas de Ganglians podríamos situar a Rubik: siete escandinavos sobre el escenario de La [2], virtuosismo, canciones con partes que iban hacia todos los sitios como si cada una tuviera que ser una aventura interminable y adictos a una tendencia épica incitadora a la comunión que sin caer en los motivos socio-económicos de Arcade Fire no andaba tampoco muy lejos. Quizás sea alérgico a la felicidad estricta y estirada cual elástico hasta que está a punto de romperse. Quizás hubiera sido más acertado ver hacia dónde iba la actuación de Zola Jesus en Apolo, pero el histrionismo vocal que percibí en la canción que interpretaba cuando entré en la sala no me pilló de humor y abandoné al cabo de los siguientes dos temas. Unas horas antes, en la relativa magnitud del Casino de l’Aliança de Poble Nou, Tamaryn dieron su segundo concierto en Barcelona. Es un grupo que invoca recuerdos de muchos otros, pero que sale airoso de su osadía: sería cuestión de imaginarse a unos Mazzy Star infectados por el fluido de estaño ardiente de las guitarras de My Bloody Valentine o Slowdive, a la Siouxsie del último disco con los Banshees rozándose la espalda en la cal del primer disco de Cocteau Twins. Ayudados de unas proyecciones coloristas, y aunque la cantante no era excesivamente expresiva, dieron un concierto notable al que solo hay que encontrarle una pequeña pega al repertorio, basado en los mismos trucos y pelín monocromático.

Aún así, más sólidos que el grupo que cerró para mí el festival el domingo, a los que recibí con expectación y que acabó decepcionándome: Twin Sister. Interpreté, por los temas que había escuchado, que lo suyo sería un pop en color a la The Sugarcubes o Stereolab pero con un poso más tranquilo, y lo que me encontré fue con un grupo de atmósferas más bien relajadas (a pesar de las dos piezas más bailables del final) pero demasiado disperso, más bien flojo y con una cantante que debía hacer demasiados esfuerzos para modular su voz y que moneaba en exceso con pose inocentona. En todo caso, una edición llena de sorpresas y con la cuota suficiente de suciedad como para dejarme, hoy mientras escribo, esa sensación lastimera de que esta tarde-noche ya no tengo sala en la que meterme a ver qué se cuece.

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