Escenarios: Primavera Sound (25-29 de mayo de 2011)


Echa el cierre el Primavera Sound 2011, una edición que me ha parecido particularmente corta, con un balance artístico sobresaliente como viene siendo habitual (con tal oferta, difícil abandonar toda una semana de música sin una sorpresa o un concierto para recordar) pero dudoso al respecto de la relación aforo, público y espacio del recinto, cada vez más lejana de la comodidad o, al menos, de lo llevadero cuando está por caer la noche hasta el fin de cada jornada. Veamos parte de lo que dio de sí.

El miércoles 25 el festival volvía a tomar el patio de recreo del Poble Español que tan buen cobijo le dio hasta mediados de la década pasada. Perdiéndome lamentablemente a Nisennenmondai y a Las Robertas, empecé con la actuación vespertina de los británicos Comet Gain, toda una incógnita después de haber presenciado la destartalada actuación de su líder David Feck y Anne Laure Guillain (teclados) el año pasado. Si Feck se equivocó de acordes y de tempo reiteradamente como en esa ocasión, no sé notó gracias al apoyo (encubrimiento) de su banda, que incluye otras dos guitarras y que contó con Gary Olson (The Ladybug Transistor) a la trompeta en algunos temas. Un pop de espíritu pretendidamente juvenil que a pesar de algún gesto encantador y del traje chaqueta sonó más enmarañado de lo que (creo) ellos realmente querrían. La luz del día no le sentó muy bien a la puesta en escena de Echo & the Bunnymen, vestidos con indumentaria militar como en 1980 (lo subversivo a los 20 años es un mal disfraz a los 50), y es que iban a tocar íntegros sus dos primeros discos. Heaven Up Here, el segundo, se benefició del anochecer y de un Ian Mcculloch que había ido soltando su garganta poco a poco y que tuvo su clímax al interpretar ‘Show of Strength’, ‘With a Hip’ y ‘Over the Wall’ seguidas y en otras piezas como ‘The Disease’ y una ‘All My Colours’ con la que nunca le es difícil estremecer. Mcculloch sigue explotando su aura de tirano divino, y esta vez lo vimos en la situación de abuso y humillación a la que sometió a uno de sus técnicos. ‘Lips Like Sugar’ al final (antes sonó una desangelada ‘Bring On the Dancing Horses’) nos recordó que con sus discos pasa un poco lo que pasa con los de The Cure, que de un tirón se hacen evidentes tendencias repetitivas a la hora de crear líneas melódicas y atmósferas, pero que picoteando de todo su catálogo hay una paleta muy rica de colores.

Bajaba los escalones de las gradas que te llevan al escenario Ray Ban el jueves 26 pensando en la tendencia que hay a programar a artistas femeninas nacionales a primera hora de la tarde ahí, cuando más escuece el sol (antes ocurrió con La Bien Querida o Maika Makovski). Marina Gallardo y su banda sonaron tan bien en un escenario grande como lo hicieron hace dos meses en la sala Heliogàbal, y Gallardo no lo puso fácil eligiendo un repertorio que, si bien se abrió con ‘A Beast In Me’ y una ‘Golden Ears’ dinamitada de electricidad, se tornó denso y difícil hacia la mitad. Las canciones que aparecerán en su próximo trabajo, en el último segmento, sorprendieron por su diversidad: desde dulzura al piano con roce de caja de ritmos a esa indagación en dejes que remiten al oriente medio que tanto la acercan a la Nico que no grabó en estudio lo que hacía los años inmediatamente anteriores a su muerte. En el Auditori tenía lugar una de las actuaciones más esperadas del festival, además de polémica por la exclusiva decisión de sortear los asientos entre los asistentes que hubieran hecho previa reserva vía email. Todo el mundo se preguntaba por qué Sufjan Stevens, que repetía el viernes, no tocaba ahí un día y otro al aire libre, pero viendo el montaje escenográfico uno lo entendía rápidamente. DM Stith, integrante de su banda, hizo las veces de telonero sin estorbar, reduciendo su set a cuatro temas de folk ornamentado no lejano a la faceta agreste de su padrino. Luego Sufjan se encargó de explicar que él solía hacer folk pero que para este nuevo disco se había centrado en lo primitivo de los ritmos y el cuerpo. Lo más interno, lo más universal. Pop cósmico, como dijo, ilustrado con un espectáculo vitalista, lleno de fluorescencias, coreografías y marcianadas camp (disfraces, proyecciones) que tuvo un inicio precioso (su rostro iluminado en la oscuridad del escenario, rodeado de pequeñas estrellas borrosas) con la interpretación de ‘Seven Swans’. Apoyado por una excelente banda de diez músicos que crearon todo un mundo cinematográfico para lo que parecían pequeñas aventuras, solo hizo un par de altos acústicos (entre ellos, versión de ‘The One I Love’ de R.E.M.) en un set que duró dos horas, pero que se hizo muy ameno con toda la pirotecnia. Llamó a la unión colectiva cerrando con ‘Impossible Soul’ entre globos y confeti, y aún más para el bis (‘Chicago’), ya con todo el auditorio en pie.

De vuelta al recinto, Nick Cave dio muestra una vez más de su carisma sobre las tablas, y más al frente de Grinderman, adoptando un papel que es lo que más nos puede acercar hoy en día a las convulsiones de sus principios. Si bien el repertorio se hace algo plomizo en algunos momentos (demasiado pesadas me parecieron las canciones del primer disco, y en algunas se hace evidente el empeño en cargarlas de testosterona), tuvieron un sonido lo justamente turbio y regalaron momentos como la canallesca de ‘Kitchenette’, para la que Nick se bajó a provocar a las primeras filas, algo que a él debe seguir produciendo una erección. Lástima que programaran a Caribou en ese cajón en el que se convierte el escenario ATP cuando se trata de un grupo por el que hay considerable expectación. Incomodidades entre la audiencia a parte, pude ver la primera mitad de su set y el traslado al directo (cuatro músicos, dos baterías) del corta y pega bailable de su último trabajo fue más que sobresaliente. No puedo decir lo mismo de Suicide, que tocaban íntegramente su emblemático primer álbum, publicado en 1977, y de los que solo puedo destacar un ruido ensordecedor (cosquilleo en todo el cuerpo como si te rodeara la nieve de una tele desintonizada), Seguramente a la altura de las expectativas, pero un espectáculo lamentable por parte de Alan Vega.

Otra grande bajo el sol abría la jornada del viernes 27. Ainara LeGardon venía con banda completa (bajo, batería, segunda guitarra y voces) para hacer justicia a la adictiva electricidad de su disco más reciente, que interpretó prácticamente entero y en orden, con lo que nos beneficiamos del contraste intimista de ‘Reason’ seguido de la opresión de ‘Thirsty’ que tan bien funciona. Ainara siempre ha tenido un lenguaje corporal de impresión sobre el escenario, incluso cuando ha presentado sus discos más reposados, pero verla vestida de rojo y derrochando energía con este cancionero uno sabe que está en uno de sus mejores momentos. Los gritos de jolgorio entre coyotes de ‘Before Waking Up’ y el feedback con el que explota ‘Forget Just Anything’, única concesión al pasado, dejaron su actuación en lo alto. El resto de la tarde se caracterizó por la incertidumbre y la dispersión, algo que tuvo resultados con diferente fortuna: Kokoshca estuvieron divertidos (pop-punk con letras socarronas, destartalado como debe ser para el género) y The Monochrome Set, formación de los 70 en activo de nuevo, bastante flojos y envejecidos, con lo que uno desearía no haber tomado el riesgo y haber ido directamente a ver a The Fiery Furnaces, que tocaron una escasa media hora de la que solo pillé los tres últimos temas. Formato cuarteto para los hermanos Friedberger y, por lo que vi, repertorio caracterizado por la inmediatez. lástima llegar tarde.

Entrada la noche, Ariel Pink’s Hauted Graffiti demostró que se puede configurar algo bastante correcto cogiendo clichés a priori horteras del pop funky de los 80 e incluso de los tics del rock un poco heavy (esos solos aquí y allí), divertir y dar con varias canciones memorizables y memorables. Un previo divertido a la mística que siempre rodea a Low, a los que tenía el placer de ver por primera vez; sin duda, el concierto nocturno en el que uno podía sentirse tan tranquilo como si estuviera solo a las cinco de la tarde, tal es la sensación de paz que transmiten, aun cuando Alan Sparhawk pulsa el pedal para sacar esa distorsión terrosa que parece un desprendimiento de montaña a cámara lenta (como durante ‘Monkey’). El trío se vio aumentado por unos suaves teclados pero el sosiego de sus voces sigue siendo (siempre será) el corazón de su música, algo que sigue patente en el recientemente publicado C’mon. El góspel de ‘Nothing but Heart’ dio inicio a la actuación, y en el último segmento enfilaron las repescas: si durante el set fueron exclusivamente de The Great Destroyer (‘Silver Rider’, ‘Pissing’), atacaron ‘Murderer’, ‘Sunflowers’ y una oportuna ‘Canada’ para acabar. El medido humo a su alrededor no podía ser más reminiscente de las nubes. No me extraña que, aunque hubieran estado en la ciudad condal hace apenas un mes, hubiera interés en incorporar al cartel del festival a Deerhunter, y después de verles tampoco se me hace raro que los asistentes a su concierto en Apolo tuvieran ganas de repetir en vez de descartarles de su itinerario y aprovechar para ver otra cosa. Una de las mejores puestas en escena del festival en cuanto a luces y sonido, y una perfecta mezcla de psicodelia, ruido controlado y atmosférico según la ocasión y esa calma oceánica que emana de las composiciones más luminosas de Bradford Cox, como ‘Basement Scene’ o ‘Revival’. De todas maneras, para el recuerdo queda la velocidad desbocada de ‘Nothing Ever Happened’, aderezada con su ya conocida apropiación de fragmentos de ‘Land’ de Patti Smith (que me recordó al nervio y la credibilidad que Ian Mcculloch tenía hace veinticinco años al improvisar cogiendo cosas como el ‘Sex Machine’ de James Brown) y, especialmente, la fantástica repetición creciente en intensidad de ‘He Would Have Laughed’.

El concierto que debía marcar la edición de este año, la misma posición en la que se puso a Pavement el año pasado con su reunión, estaba en las manos de Pulp, que iniciaban así una pequeña serie de conciertos estivales, los primeros desde la desbandada de 2002. Símbolo de una generación que les acogió entusiasmadísima (la nostalgia sí que mueve el mundo), cabe decir que la formación liderada por Jarvis Cocker no me dio la impresentable sensación de piloto automático de unos Pixies (claro que ellos ya llevan siete años de orquesta de pueblo y sin sangre), y que a él se le veía genuinamente metido en el papel (el mejor frontman sin guitarra en ristre visto estos días, a competir con Nick Cave). Quizás es que no tenía ninguna expectativa con ellos porque nunca fue un grupo por el que me interesara en su día, pero puntales como ‘Disco 2000’, ‘This Is Hardcore’ (una favorita por su oscuridad) o la esperadísima (a las tres de la madrugada en punto) ‘Common People’ resuenan en la memoria de uno y se ablanda. Dejo a cargo de sus seguidores el valorar con precisión si fue algo a medio gas o no.

La etiqueta “inclasificable” se inventó para cosas como Za!, encargados de inaugurar el escenario Ray Ban el sábado 28, jornada en la que todo el mundo temía por el resultado del partido de fútbol entre Barcelona y Manchester y por cómo afectaría al transcurso del festival. Viendo una actuación del dúo, uno siempre bascula entre las sonrisas y el embobamiento; no parece fácil de crear, no parece fácil de tocar, no parece fácil de memorizar y mucho menos de sincronizar, pero ahí están ellos. Los ritmos que van hacia todas partes, los samples vocales partidos con los dientes y escupidos sin masticar, las onomatopeyas, la energía de cada gesto… Denso, pero sólido. Poco después, The Soft Moon surcaban entre la neblina del after-punk más gris tirando a negro: toques ligeramente industriales en la caja de ritmos, repetición circular, sintetizador a lo crudo y pocas palabras. Ofrecieron un buen set que sacaron de una linealidad acechadora cuando tocaron ‘When It’s Over’, aunque en ese medio tiempo sí que los fantasmas de esa época a la que tanto recurren (especialmente los The Cure de ‘Charlotte Sometimes’, en este caso) se hicieron carne. Tras ellos en el mismo escenario, aparecían unas desgarbadas Warpaint avisando de que habían hecho “una prueba de sonido asquerosa”. No fue el sonido lo que no me hizo entrar en su set, pero creo que malinterpreté lo poco que había oído de ellas y me encontré con un grupo que me recordó a Luscious Jackson. No, no tendría que ser necesariamente malo, pero lo fue. La interpretación íntegra del disco Popemas de Nosoträsh en el Auditori fue un regalo entrañable para la gente que las sigue y que las echa de menos desde hace tantos años. Y claro, fue emocionante verlas, y verlas contentas. Solo tres de las componentes originales: Natalia, Bea y Cova, acompañadas por tres músicos más, entre ellos Mar Álvarez (Pauline en la Playa), paisana colaboradora de la banda desde años ha y que llevó gran parte del peso para que lo que vimos allí ocurriera (y sobre el escenario, aportó todo el humor). Lo tocaron en desorden e intercalaron canciones del EP Gloria, formado por descartes de las mismas sesiones. Fernando Alfaro se subió a cantar con ellas ‘Saeta Doble’ y Nacho Vegas ‘Tres Tristes Tigres’. Por momentos sonó flojito pero allí contaba mucho más que el sobresaliente musical.


Entrada la noche, acabado el partido de fútbol sin incidentes identificables en el recinto, se subió al escenario grande PJ Harvey, vestida de blanco, con plumas en la cabeza y la cítara. Es el uniforme de guerra de Let England Shake. Adaptando un poco el repertorio a los deseos del público de un festival respecto al que estuvo girando hace unos meses, que era casi una performance centrada en el grueso del último disco con muy pocas visitas a catálogo, hizo madrugar a ‘C’mon Billy’ y a ‘Down by the Water’, y estuvo muy acertada reconociendo rasgos que casaban con la temática y la estética de la PJ Harvey de 2011 en las canciones antiguas que eligió: la tribal ‘Pocket Knife’, el caos urbano de ‘The Sky Lit Up’ y ‘Big Exit’ y, brillando con intensidad, los dos rescates de White Chalk con banda completa. Harvey lleva ya veinte años de carrera y está viviendo una de sus cumbres creativas e interpretativas (el vuelo vocal, altísimo, de ‘The Devil’ y ‘On Battleship Hill’ fue sublime), y fueron los temas de esta etapa (‘The Last Living Rose’, ‘All and Everyone’, la cara B ‘The Guns Called Me Back Again’) los que pusieron los pelos de punta. Creo que es lo mejor que puede decirse de lo que vimos. Solo hace falta esperar que algún día rompa el mal de ojo que la aleja de nuestras salas de conciertos desde 1998.

Para acabar la jornada y cerrar el festival, la actuación de Swans: un ejemplo de cómo envejecer sin que lo parezca (ay, amigos de Suicide, dos noches antes sobre las mismas tablas…) y de que hay reuniones que siguen aportando cosas a la carrera de las bandas. La violencia era palpable, resonando en la caja torácica (¿cómo no? dos baterías que parecían retarse a rasgar los tambores a fuerza bruta, percusiones de metal, entre ellas dos gongs) y la figura imponente de un Michael Gira sádico e imperturbable que se dejaba llevar por los espasmos de la música y que dirigió una brutalidad de set en el que la distorsión de las guitarras fue alquitrán caliente y a los golpes el calificativo de “industrial” se les queda muy pequeño.


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