Tarde o temprano: Kristin Hersh - "Clear Pond Road" (2023)

La última vez que escribí largo y tendido sobre Kristin Hersh fue acabando el libro que dediqué a su carrera, Peace Isn't Quiet, que ya lleva -la verdad es que el tiempo vuela- unos cinco años en la calle. Fue pura coincidencia pero lo cerré a principios de 2017, dejando la historia en un interesante suspense servido por las resoluciones y las incógnitas conjuradas en su vida poco antes; entre ellas, la separación después de más de 25 años de su compinche en la cruzada por dignificar el oficio de músico al margen de la poca ética de la industria musical corporativa; y la cura de un trastorno de identidad disociativo tras muchos diagnósticos erróneos y medicaciones tan inservibles como perjudiciales. "Cuando empecé tratamiento para el trastorno de estrés postraumático", explicaba en 2020, "se reveló un aspecto disociativo del mismo. Todo acontecimiento traumático de mi vida lo experimentaba otra personalidad que se expresaba en la música, así que tenía que cambiar de personalidad para escribir o tocar una canción. Cuando hablaba de esto, y lo hacía muy honestamente, los periodistas asumían que era metafóricamente. Pero mis compañeros de grupo sabían que yo desaparecía". Tras décadas sintiendo que su proceso creativo no era tanto eso sino que las canciones se le aparecían como entes borrosos pero ya realizados, y que ella solo tenía que afinar el oído para enfocarlos y tomar nota, Hersh no sabía qué pasaría una vez ambas personalidades estuviesen reconciliadas. Esto la dejaba con un enorme interrogante en el paisaje. A la pregunta en 2016 de si había escrito algo nuevo después de curarse, respondía: "No he tenido tiempo, quizás me pone más tensa de lo que admito. Puede que ahora sea solo escritora y ya no música, ¡pero mi sospecha es que en algún momento cogeré una guitarra y sabré cómo hacerlo!". Es en ese impase de incertidumbre cuando termina un disco doble en el que llevaba trabajando varios años, Wyatt at the Coyote Palace (2016); publica un EP de su grupo 50FootWave que también había esperado en la recámara debido a su prolífica actividad, Bath White (2016); y arma Possible Dust Clouds (2018), un álbum con material escrito también antes de la cura. La despensa estaba limpia, y el momento de enfrentarse al enigma de la nueva corporeidad de sus musas parecía inaplazable. Por suerte para todos nosotros, solo fueron un par de años de silencio en los que "ya no oía canciones. (...) Volvieron, pero ahora es diferente. No tengo que 'oírlas', estas canciones no son síntoma de nada, simplemente son"

Y estas canciones son tanto como siempre y son tanto como nunca antes. Coincidiendo con el 30 aniversario de la grabación de Hips and Makers (1994), el primero a su nombre, Hersh regresa a las sonoridades acústicas que demasiado pronto creímos que definirían su obra al margen de la de sus bandas, porque los chorreos eléctricos han coloreado la mayoría de sus trabajos aun reteniendo una sensación de intimidad que te lleva a entender por qué una canción pertenece a un disco de Kristin Hersh y no de Throwing Muses o 50FootWave. Desde finales de los años 2000, cuando cofundó la plataforma pionera CASH Music para financiar sus proyectos a través de sus oyentes, hizo del estudio Stable Sound en Portsmouth (Rhode Island) su laboratorio de ideas, y del propietario Steve Rizzo el cómplice que la alienta a probarlas todas. Todo ese trabajo atlético -una explosión de artesanía para fabricar texturas y sonidos con peso narrativo- ha sacado a relucir a una productora creativa que hace salivar a nuestro instinto más sinestésico. En Wyatt at the Coyote Palace los cimientos eran de madera y los experimentos añadidos te atrapaban como bombas de humo; en el anterior Possible Dust Clouds llevó al límite su deseo de ruido nebuloso y electricidad metalizada. En Clear Pond Road (2023), dice, el panorama vuelve a ser eminentemente acústico pero nada al uso: unas guitarras suenan percusivas porque las cuerdas se apoyan -literalmente- en espuma y cinta americana, mientras otras sobresalen por encima del ritmo afinadas como barítonos en un "contrapunto casi celta o español (...). Los graves muy bajos y los agudos muy altos crean una imagen sonora amplia, en vez de las acústicas rasgueadas típicas en discos más tranquilos como este"

Kristin Hersh fotografiada por Peter Mellekas.

Tomando el título de una señal comprada en una tienda de segunda mano que atrajo a Kristin y a su hijo Bodhi "porque la energía nerviosa que compartíamos era como olas de agua sucia, y se nos ocurrió que si poníamos [la señal] a la vista en la cocina acabaríamos volviéndonos calmados y cristalinos", Clear Pond Road no solo suena como si hubiesen alcanzado la serenidad a la que aspiraban, sino que veo en él un último capítulo para el arco narrativo iniciado en Wyatt at the Coyote Palace y reanudado en Sun Racket (2020) de Throwing Muses, que junto con este constituyen tres obras colosales que nos dan una idea de cómo Kristin sigue desarrollando músculo para colmar su música de una humanidad curativa. En Wyatt, las canciones parecían avisar de que la vida que tanto atesoraba iba a sufrir un cambio irreversible, y un remolino recogía la mezcla de confusión, soledad, miedo y conmoción que venían con el vértigo de asumir algo tan grave; en Sun Racket es como si estuviese en medio del vendaval tormentoso, viendo como el agua se lleva pedazos de puentes y escalones de moradas familiares pero aceptando la pérdida de bienes con un firme instinto de supervivencia. Clear Pond Road, después de eso, es un álbum hermoso y nutritivo que me habla de cómo mirar hacia adelante, de abrirse a un nuevo amor, de lealtad, y de aceptar que es natural pasar el duelo por las cosas que amabas de una vida que ya no existe mientras aprendes a desapegarte de ellas. 

En su trabajo habrá un estilo reconocible, pero nunca nostalgia; la vida sigue, el tiempo no se detiene ("El tiempo nos salta a los paletos, señorita Kris / somos demasiado lentos para seguir el ritmo", dicen los primeros versos del disco) y la música hace crónica de los nuevos desafíos, de las miradas de ternura y compasión que aún pueden sorprendernos de nosotros mismos y de los demás; incluso el vocabulario sónico se ha amoldado a la madurez de su voz, rodeándose de esas afinaciones graves porque es donde sus cuerdas vocales -tan robustecidas como rasgadas; tan dulcificadas como avinagradas por la experiencia- nadan más cómodamente. Hablando con el locutor australiano Elliot Childs hace unos meses -que hasta ahora ha sido el más astuto para preguntarle por un par de canciones específicas- Kristin daba pistas sobre una de las piezas capitales del álbum, 'St. Valentine's Day Massacre', explicando que una vez la invitaron a pinchar discos en una radio local de Chicago y la temática de fondo tenía que ser el amor porque iba a emitirse el día de San Valentín. "Estuvimos toda la noche repasando su preciosa colección de vinilos en medio de una tormenta de nieve, hablando de lo que podría ser el amor... Y era en plan: 'Cuando pasó esto, fue como si me diesen un puñetazo en la cara, y cuando pasó esto otro, como si me arrastrasen por el cemento' (risas)". La primera estrofa captura su destreza para esquivar lo obvio, tal y como enfocó la conversación en esa noche nevada ("Necesitas un trozo de papel para explicarlo / necesitas cinco minutos en el hueco de una escalera / o una hora con la frente sobre el volante del coche / te ahogas con un sobre rojo"), y ya nos ha dado cobijo a todos los que no podemos entender el amor como un simple idilio romántico sin intriga, sin temer por lo que entregas o sufrir por lo que recibes. Las guitarras suenan contraídas para luego dilatarse a lo ancho y Kristin se deja arrastrar: "Focos rojos, todos los corazones son brillantes y cálidos"

En 'Dandelion', cuyo trenzado de guitarra acústica, xilófono y violonchelo remite a la oscuridad medicinal del álbum The Grotto (2003), el mismo amor queda suspendido en el aire convertido en diente de león, pero hay una sensación terrenal que te recuerda que a estas alturas ya sabes que la magia inicial de un romance fresco es inconstante; en 'Eyeshine', una canción fascinante que nos pasea por paisajes tornasolados para dejarnos de la mano en un torbellino emocional de tintes casi cinematográficos, hace hincapié en lo valioso de una complicidad tan sólida que no precisa ni de palabras. 'Palmetto' y 'Thank You, Corner Blight' se adentran de verdad en esas texturas graves que afianzan el sonido del disco, y recogen la mezcla de agitación, cansancio y esperanza que se da en una huida hacia adelante. 'Ms. Haha' y 'Constance Street' ("Preguntaste por mí, siempre / esta blasfemia, siempre") conectan explícitamente con flashbacks de esa vida que quedó atrás y, curiosamente, tienen un aire más rítmico y juguetón que el resto. Pero el momento más brutal, en lo que se refiere a leer una situación dolorosa con la claridad que dan el tiempo y la distancia, me ha parecido 'Reflections on the Motive Power of Fire', donde la sensación de intentar conmover por última vez a quien ya ha decidido abandonarte duele a rabiar: "Puedes verme a través de los barrotes / donde me tienes en un rincón de tu habitación / feliz sólo de ver la parte de atrás de tu camisa (...) Buscando la llave me dejas salir / baila conmigo un ratito / mis alas sucias ya no son lo que eran / girando, mareando, dignificando lo que fuimos / ahora sé que no puedo volar / no estoy en tu vida / el tiempo mintió". Son palabras en crudo, valientes, que me retrotraen a las de 'Teeth' (del treintañero Hips and Makers), recordándome otra vez que estamos en territorio familiar, pero virgen. Y entonces vuelvo al goteo de notas mágicas con las que polvorea 'Bewitched Reruns' para abrir el disco y me quedo con esa sensación optimista ("Una vez más con sentimiento", dice con más buen humor que ironía) de que en la vida no hay otra que seguir, seguir y seguir.


Para escuchar y comprar en Bandcamp:

También en Spotify

Comentarios