Imperdible: Kristin Hersh - "The Grotto" (2003)



"Un hombre hecho de grasa láctea / dando vueltas a toda velocidad en un quitanieves / y yo no puedo conducir más rápido / mis pies son como hielo y la luna desciende tras los árboles de Navidad / y el ciervo de plástico / decido perdonar y olvidar". Esta narración de un paseo en coche tras una discusión de madrugada, suspendida en el aire como el polvo de nieve que empaña el parabrisas, nos pone en situación al inicio de The Grotto: nocturnidad invernal; búsqueda del silencio que alivie el dolor y nos lleve a la reflexión más acertada; y actores secundarios, figuras ajenas o insospechadamente cotidianas y asumidas, que hacen de nuestro escenario y de manera repentina algo absurdamente intrascendente y misterioso, lleno de renovada vitalidad. Como el señor del quitanieves: "Eran las cuatro de la mañana. El cuerpo le goteaba y le vibraba ahí, en la nieve. Al ver eso ya no podía estar enfadada", dijo la autora en una entrevista de la época.

Con la disolución de unos Throwing Muses en bancarrota en 1997, Kristin Hersh venía de entregar dos discos llenos de colores en los que probablemente volcó toda la nostalgia que sentía de no poder trabajar con el sonido de una banda: Sky Motel (1999), psicodélico y acalorado, la mostraba experimentando con la electricidad de los pedales y los ambientes febriles; y Sunny Border Blue (2001), disco en el que tocó todos los instrumentos, la presentaba firme y procaz como nunca. Activada la banda a finales de 2001 para dar vida a unas canciones que ella sentía que pertenecían a los Muses sí o sí, su trabajo en solitario la devolvía a las sonoridades eminentemente acústicas pero bajo un planteamiento muy distinto al folk más accesible de discos primerizos como Strange Angels (1998).

The Grotto recoge una tristeza hábilmente salpicada de esperanza, y es que fueron la muerte y la vida lo que lo inspiraron: durante su creación, murió el padrastro de Kristin (The Grotto es el barrio al que se desplazó su familia durante una temporada para arropar a su madre) y también se quedó embarazada de su cuarto hijo. Nadie lo diría por ser una grabación básica de guitarra y voz a la que solo añadieron arreglos Andrew Bird (violín de altura) y Howe Gelb (un piano que tan pronto suelta notas como burbujas de jabón como da coces y respira igual que un caballo adormecido), pero es el trabajo más arrojado y menos inmediato de su discografía, y el que da un cobijo más gratificante de tener la paciencia para llegar a comprender su naturaleza.

Transcurre entre sombras, solemne y serio, con un aliento cálido plagado de imágenes ricas e imponentes en su articulación mediante nombres de materiales que rozan la piel y fármacos que atenúan el pesar. Como narradora, siempre he percibido en Hersh la sangre fría del cínico para contar precisamente lo que nadie espera del cínico: la verdad más hiriente y necesaria, envuelta en seca madera, imperfecta, con enconches que revelan una pulpa de color bermellón. En las sucesiones de acordes y arpegios, como ocurre con las palabras, se percibe la supresión de la obviedad, algo que es habitual en la autora pero para lo que estuvo especialmente inspirada en este trabajo. Se esquiva todo lo que nos pueda parecer inmediatamente reconocible, pero sin estridencias ni giros gratuitos, conservando en todo momento la armonía y la razón de ser.

Solo ‘Arnica Montana’ tiene un tono celebrador y de jolgorio en crescendo mediante las cuerdas de Andrew Bird y el trote del piano; el resto (exceptuemos también el plácido amanecer de 'Ether', que cierra el disco) precisa de una atención más minuciosa. Entre los roces a los trastes y el crujir de las cuerdas, con una voz lo justamente polvorienta, transcurren canciones en las que expone la parte menos amable de la convivencia con alguien (“Siento el tirón de la guerra, lucho la batalla / pero no tengo la paciencia ni la vitalidad para durar ni una noche contigo / de colores imposibles y boca de algodón / (...) Ese gemelo tuyo, enfurecedor y evanescente”; ‘Vanishing Twin’) o la gratitud por el apoyo incondicional a esa misma persona (‘Snake Oil’), pero más inquietantes si cabe son los parajes enrarecidos en los que aparca ‘Vitamins V’ (insomnio exasperante) y ‘Silver Sun’ (tierra absolutamente enjugada, desierto bien ilustrado por el agudo violín).

'Deep Wilson’, con un arreglo de cuerda memorable y un estribillo claro, toca fácilmente la fibra (“Me eras tan familiar / creo que me asomé demasiado / no lo hubiera hecho si mi corazón y mi estómago no hubieran caído con tanta fuerza”), pero la pieza central, esa que divide el disco a la vez que resume toda la inquietud por lo perdido y lo venidero, es ‘SRB’, canción que en su último segmento gotea notas de una guitarra de doce cuerdas sobre las que se materializan los dos últimos y definitivos versos: "La carraspera de un fumador y el aullido de un niño se abren paso a través del aire / ahogan cualquier otro sonido".


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