El despiece: Saint Etienne (enamorándome de)



¿Qué sabía yo de Saint Etienne? Y sin embargo tenía la vaga y absurda sensación de que lo sabía todo. Este despiece no puede ser como los anteriores, ocasiones en las que desarrollo sobre todo mi faceta de documentalista para destacar (o rescatar, en algunos casos) la trayectoria de un artista o una banda que he estudiado de manera natural y relajada en los años inmediatamente anteriores. Necesito aparcar lo estrictamente intelectual, los hechos históricos. Necesito derrochar chispas de bengala, resbalarme en hierba húmeda y descorchar una botella de champán para explicar la agitación que me ha producido pasarme la última semana destapando las cartas (equivalentes a dos, tres barajas y sumando) de la discografía del trío británico, sintiéndome cada vez más irremediablemente tentado. 

Cuando de golpe se revela ante ti el recorrido de una banda que tiene más de veinte años de canciones a sus espaldas, te preguntas en qué momento te saltaste la verdad y el contenido y te perdiste en un desafortunado juego del teléfono en el que te llegó solo la información superflua, tergiversada y minorada. En el caso de Saint Etienne, si no te molestas en husmear a fondo, todo se reduce a que si Sarah Cracknell (voz) y su boa de plumas (a estas alturas un referente estético inseparable de la banda como los gorros de Devo); que si lo petardo y Eurovisivo de sus canciones; que si el gusto por lo kitsch. También tuve pistas certeras y no las seguí: puede que la primera canción que escuchara de Saint Etienne fuera 'He's on the Phone' a los doce años, como mucha otra gente, en un momento en el que con un tema como ese podían tocar el cielo y luego perderse entre los one-hit-wonders del eurodance de mediados de los años 90; pero el recuerdo más vivo que tengo de ellos es el de una banda en uno de sus momentos más sofisticados, la interpretación en directo de la canción 'Lose That Girl' en el Festival de Benicàssim de 1998 que programó durante unos meses el programa Sputnik en el Canal 33. Cómo adoraba esa canción... y sin embargo no busqué más. A veces la música te depara desencuentros inexplicables como estos y luego lo enmienda con una cita a ciegas como la de hace unos días en el concierto que dieron la última jornada del Primavera Sound. Era nuestro momento, supongo. Les había visto en 2009 y, aunque para nada me desagradaron, no consumamos. Esta vez los singles de siempre entre piezas del reciente Words and Music by Saint Etienne se me hicieron irresistibles y el día después no podía dejar de pensar en ellos.

Hasta ahora a penas debía tener una decena de canciones suyas en mi memoria, troceadas; esta semana habré escuchado más de sesenta, fascinado. No sabía ni que en la primeriza versión de Neil Young con la que saludaron al mundo en 1990, 'Only Love Can Break Your Heart', no cantaba Sarah Cracknell, sino Moira Lambert, y que la intención inicial de Bob Stanley (sintetizadores, teclados, etc) y Pete Wiggs (sintetizadores, teclados, etc) era contar con cantantes diferentes para cada tema hasta que dieron con Sarah, con la que compartían gusto por la música pop de los años 60 y referencias estéticas de todo tipo. El contagioso ritmo hip hop grapado a las notas de un piano cercano al house de ese primer single situó a Saint Etienne en la pista de baile, lugar en el que han madurado algunos de sus frutos más jugosos, pero si algo define a su larga carrera es la sublimación de la canción pop melódica que se arrima a los géneros que necesita sin perder su personalidad y sin atrancarse. Ha sido su secreto magistral: pertenecer, en un momento dado, a universos tan dispares como los del sonido Manchester, el acid-house, el synth pop melancólico y suave de The Beloved y Pet Shop Boys; no desentonar al lado de Burt Bacharach, The Shirelles, Pulp, Lush, Stereolab (otros grandes investigadores del mundo pop por la vía más heterodoxa) o los grupos escandinavos de mediados dela década de los 90 como los primeros The Cardigans; tampoco al lado de Betty Boo, Kylie y de los nombres anónimos que llenan los recopilatorios de dance europeo, de quienes les separa su ineludible exquisitez. 

Colores relumbrantes por doquier: la espléndida y optimista 'Nothing Can Stop Us Now' y el despertar primaveral de las flautas en el bullicio urbano de Londres; la yuxtaposición de la suavidad transparente en la voz de Cracknell y la extroversión de los ritmos en 'People Get Real' o 'Mario's Cafe', con ese arreglo de cuerda en el estribillo que arrulla (el dream pop era esto); la electrónica más contenida de 'Finisterre' ("Me gusta sentirme ligeramente perdida / (...) Finisterre, para derribarlo y volver a empezar") y 'Heart Failed (In the Back of a Taxi)'; la rugosidad lasciva de 'Filthy' (en voz de la rapera Q-Tee: la plantilla para el 'Erotica' de Madonna un año antes); el aliento desperezado del folk melancólico y preciosista de 'Former Lover' y 'Marble Lions' (ambas de un Tiger Bay (1994) que descolocó a la prensa cuando se publicó pero que aguanta el tipo con dignidad en su discografía); la sensualidad seductora y magnética de 'Spring' ("Solo es primavera / eres demasiado joven para decir que ya no quieres saber nada del amor"); la reflexión más madura a ritmo de bossa-nova de 'Side Streets'; 'Postman', 'Erica America' o la antes mencionada 'Lose That Girl' ("Debería haberte dicho que te dejaras perder a esa chica / debería haberte dicho que ese mundo no es el tuyo") vistiendo de largo su faceta más estilosa y profusamente sesentas (algo ya abordado antes en canciones como 'You're In a Bad Way' o la balada 'Hobart Paving'), que ganaba protagonismo en el repertorio del álbum Good Humor (1998), para el que tomaron la acertada decisión de contar con el productor Tore Johansson y dejarse envolver en papel de seda y algodón, dando lugar a un disco suave y elegante con pizcas de easy-listening y sonidos retro. 

Me he encontrado con un sinfín de canciones compuestas y tratadas con mimo, con un fondo conmovedor en la mayoría de las ocasiones, divertido o deliciosamente sarcástico en otras; una receta sublimada y alterada con los años según sus intereses y necesidades, vertida caliente en moldes de distintas formas, todos únicos, de edición limitada y numerada. Ha sido un repaso extraño, lo sé; inabarcable y, al fin y al cabo, indescriptible. Vivirlo de golpe produce sensaciones fuertes, es como un tesoro que esconde infinitos misterios, pero haber crecido con ellos hubiera sido toda una suerte, y hasta educativo. Insisto como nadie lo hizo conmigo: ponga a Saint Etienne en su vida.
Para escuchar en Spotify:

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