Tarde o temprano: Snail Mail - "Valentine" (2021)

Me pregunto qué pasará por la cabeza de Lindsey Jordan (voz, guitarra, teclado) cuando le llegan voces de que treintañeros que se acercan a los cuarenta, como yo mismo, reconocemos en público que todas esas canciones de Snail Mail que escribió entre los quince y los diecisiete años reaniman en nosotros algo que quizás nunca matamos, ni resolvemos, desde la adolescencia. Añadimos capas de pragmatismo a las emociones y de piel dura a los callos, pero si nos incitan un poquito a romantizar con ilusiones de amor y lujuria, o con la soledad y el desengaño como a esa tierna edad, nos damos cuenta de que somos más susceptibles a dejarnos llevar de lo que nos pensamos. Será porque sentir de una forma tan intensa e irracional es un recuerdo muy potente, y como decía Jaume Sisa el otro día, el recuerdo es una droga deliciosa. En el EP Habit (2016), y bajo el código estético de un indie rock desaliñado y emocional enmarcado en la América de los años 90, Jordan supo conjugar el desorden en el que se resume la vida cotidiana adolescente: la apatía, el desencanto, la inseguridad, y todo el deseo que florece al calor de experiencias solo soñadas; mientras en su primer álbum, Lush (2018), enfocó su sensibilidad, limpiando y estudiando el diseño de cada canción para elaborar un sumario de sus cavilaciones amorosas, erigido en esa parcela más frágil que fértil en la que maduran rápidamente los crush, el tipo de enamoramiento sembrado de fantasías líquidas que rápidamente se derraman en forma de fiasco. En una entrevista reciente con Bustle, Lindsey reflexionaba diciendo que en el centro de Lush está el ansia por vivir cosas "y estar triste de que no ocurran porque tienes 16 años. Es la belleza de un enamoramiento que no es correspondido. Creo que si adoptas esa misma mentalidad de lo hermoso que es anhelar a quien no puedes tener, eventualmente conseguirás aquello que deseas y verás que te quedas con un complejo que no es sano, el de adorar y querer adorar, querer únicamente estar enamorado de alguien y no mirarlo como una persona". Tan bien plasmó la aceleración cardiaca de la inexperiencia que si nadie vuelve a escribir canciones sobre un crush no pasará nada, porque Lush parece el trabajo definitivo, de referencia para el futuro, al respecto.

Entregando ese primer álbum sintió que se quedaba seca y abocada sin remedio al síndrome del bloqueo del escritor, pero el desafío inmediato que tenía era más físico y mental que creativo: unas 150 fechas en directo entre 2018 y 2019, sazonadas con otros compromisos promocionales y con 19 años recién cumplidos cuando empezó. Intentar asimilar la atención de idólatras conmovidos por sus canciones, los halagos de la prensa especializada y la propia realidad de los excesos y el cansancio de la gira le pasó una inevitable factura. Verla sobre el escenario adquirió muy pronto un punto doloroso. Las interpretaciones descubrían su agotamiento mientras las melodías se reducían a un quejido lento como un caracol que se arrastraba sin metrónomo, acabando la mayoría de noches con una versión sin banda de 'The 2nd Most Beautiful Girl in the World' (Lois Maffeo) que parecía la catarsis de una agonía silenciada por la ternura en Lush. Su cuenta de Twitter desapareció al inicio de la pandemia, y cuando los Estados Unidos ya sabían que Joe Biden había ganado las elecciones (hace ahora un año), Lindsey se ingresó en un centro de rehabilitación de Arizona donde pasó un mes y medio prácticamente incomunicada, procesando lo que por salud no podía quedarse en una huida hacia adelante. Antes ya había encontrado el hilo del que tirar para llegar a Valentine (2021), componiendo las piezas que mejor definen el álbum mientras estuvo confinada en la casa de sus padres en Baltimore (Maryland).


Mirándonos desde la portada con un semblante inquebrantable y vestida con un traje de inspiración romántica (combo que me recuerda a Chrissie Hynde en la portada de Pretenders II), Lindsey Jordan no solo parece otra; lo es. Paradójicamente, el covid la devolvió a la habitación donde escribió las canciones que habían hecho de Snail Mail toda una sensación para componer las que rubrican su madurez emocional. Musicalmente, Valentine está plagado de riesgos que resultan en agradables sorpresas y ratifican su buen juicio para traspasar los confines de un indie rock que, lo sabemos, tiene en su público una amplia parroquia de puristas que no siempre reciben bien los cambios ambiciosos. Alex Bass (bajo) y Ray Brown (batería) siguen siendo su banda fija, pero dando protagonismo a los teclados, a los toques de sintetizador y a los ritmos programados el álbum cubre un espectro pop amplísimo, donde conviven sin extrañar a nadie piezas bailables, atrevidas, con otras intimistas. La guitarra limpia de Lush, ahora etérea ahora enérgica, queda para el recuerdo como el símbolo de la volatilidad a la que te sujetan los ideales amorosos más imaginados que vividos, pero ahora nos encontramos con una voz que tiene el cuerpo que da la experiencia, tan honesta para hacer crónica de lo que ha sido amar y perder como lo fue para confesar sus anhelos. Son canciones sin trampa ni cartón en lo lírico y perfectas para sonar en la FM. Existiendo algo como Valentine te da apuro que alguien se esté zampando los discos de Taylor Swift, uno detrás de otro, convencido de que se lo están contando como es.

Cierto es que cuesta aclimatarse a la canción titular, con la que empieza el álbum, hasta que lo has escuchado entero y adquieres perspectiva. 'Valentine' tiene un estribillo afinado para sonar en Disney + y una producción guitarrera con compresión à la 2000's (Hillary Duff, Avril Lavigne, discos de Weezer que no gustan a la gente), pero te acaba conquistando en unas estrofas que son como el cordón umbilical que todavía la liga a su versión más dramática, donde mendiga un poco de intimidad con alguien que ya ha desconectado de ella. Si en el primer tema de Lush cantaba "Me conozco y nunca querré a nadie más", aquí persiste la idea de fijación ("Mientras seamos nosotras dos / a la mierda con ser recordada, creo que estoy hecha para ti"), pero precedida de un consciente "No puedo amar por las dos / tú tienes que vivir y yo me tengo que ir".  A partir de ahí es cuando empieza la verdadera apertura -de miras, creativa y personal- que hace de este disco una aventura ecléctica y desbordada de seguridad: la picaresca de las bailables 'Ben Franklin' y 'Madonna' ("Cuerpo y sangre / la maldición de los amantes / la intervención divina era demasiado trabajo / no necesito la absolución, solo duele / ahora no nos hablamos") añade un extraño optimismo a las crudas historias sobre relaciones que no han funcionado, ronroneadas en letras cuadradas con ingenio. Es pop del que hace que quieras repetir enseguida y ha conseguido que no desentone en el imaginario de Snail Mail. En 'Forever (Sailing)' la cosa se decanta hacia un funk lento, sensual y nocturno, mientras que en 'Headlock' encontramos ese candor que ya le conocemos, la fragilidad de un corazón roto que observa cómo una ex está rehaciendo su vida. En acústico, y con una sección de cuerda maravillosa realzando momentos escogidos, escuchamos en 'Light Blue' una declaración de amor directa; y más adelante, en 'c. et al.', un lloro mojado de morriña, alcohol y cansancio (la escribió estando de gira) que podría ser tan lúcido y embarazoso como un mensaje que no deberías haber enviado de madrugada. 

"Labios en blanco, habitación oscura / finjo que eres tú / pero ella besaba en serio / es como si estuviera viviendo, y ya la he superado / y son trece días después / pero aún me siento como si estuviera engañando", canta en 'Automate', una pieza oscura y con unos giros que ilustran la fricción entre las ganas de avanzar y desearse anclada a un recuerdo imposible. Es la penúltima, antes de que 'Mia' vuelva a demostrarnos cómo ha sabido enriquecer el vocabulario de Snail Mail, apoyando la melodía sobre cambios de acordes que aquí remiten al pop de corte clásico de Burt Bacharach, orquesta incluida. Me recuerda al modo en que Róisín Murphy cerraba Ruby Blue con 'The Closing of the Doors'; una caricia de despedida a una relación acabada, triste hasta las entrañas pero tan cariñosa en la intención que pesa por encima de todo la demostración de amor, el mejor recuerdo. Una droga deliciosa.

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