Tarde o temprano: Nadine Shah - "Fast Food" (2015)

Empezó a sonar una canción desconocida y, en esos deliciosos segundos de acertijo, no corrí a mirar inmediatamente quién estaba cantando, como solemos hacer ahora si la incógnita se puede resolver iluminando la pantalla más cercana. En esa primera escucha a ciegas creí haber reconocido una voz y un código estético pero resultó que me equivocaba, y que Nadine Shah, además, iba a llevarme allí donde no he dejado que me lleven Jehnny Beth (cantante de Savages) y Anna Calvi en los últimos diez años. Que hubiera podido confundir a Nadine con una de estas dos artistas lo dice todo sobre la superficialidad de mis encuentros con ellas; deja al descubierto que me abandoné a quedarme con una idea estereotipada de sus artes después de muchas citas frustradas, de esas que acaban y sabes que no apuntan al idilio porque no te convence quien tienes en frente. Espontáneamente, leí en Nadine Shah algunos de sus rasgos: de la Calvi, la elegancia de un rock encauzado con ademanes dramáticos, favorecidos por la voz; de la cantante de Savages, una robustez semejante en su estilo vocal, administrada con un vibrato que oscila en forma de olas turbias. Pero escuchando el disco entero te das cuenta de la verdadera particularidad de su voz, cortada y mordida como si estuviese esculpida en un muro de adobe castigado pero hermoso. Una de esas voces que suena especialmente terrenal.

En España, las estaciones se sucedieron unas cuantas veces y ni la nominación al prestigioso Mercury Prize -por su tercer álbum, Holiday Destination (2017)- hizo que se hablase de ella más allá de la reseña anecdótica. Ese reconocimiento por parte de la industria musical británica le llegó con un disco que tenía una estudiada intención beligerante, su contribución a la denuncia de la deshumanización de la política y de la histeria social de nuestros tiempos, nutrida con impresiones sobre asuntos que la enfadaban -como la crisis de refugiados sirios- y con sus propias experiencias como hija de padre pakistaní y madre noruega que creció en un pueblo costero de poco más de 5000 habitantes, en el noreste de Inglaterra. Un disco corrosivo también desde el punto de vista musical, armado con piezas de Meccano que resultan en un post-punk austero y de color tostado, que constataba que parte de una nueva idea para cada trabajo. Ya había ocurrido con el anterior, que fue una necesaria reacción al primero. Inspirado por los suicidios de dos amigos sumidos en sendas depresiones (uno con una bipolaridad diagnosticada y el otro un artista que había intentado rehabilitarse de su adicción a la heroína), su debut Love Your Dum and Mad (2013) estaba impregnado de blues desesperado y de melodías tristes que buscaban entender qué se le había escapado para no saber ayudar a quienes amaba. Tardó tres años en publicarse desde que lo completó, así que al empezar a pensar en el siguiente sus necesidades eran bastante distintas.


Nadine Shah descubrió su registro vocal más gredoso cuando a los diecisiete años se mudó a Londres a remolque de su hermano. A base de ver actuaciones en el Pizza Express Jazz Club del Soho donde, eventualmente, acabó cantando, desaprendió las enseñanzas adulteradas de Mariah Carey y Whitney Houston en su adolescencia. "Metía notas todo el rato y cada canción era una oportunidad para lucirme en vez de retratar una emoción o una historia"explicaba, añadiendo que en el club "se deshicieron de todo eso. Me dijeron que cantase las canciones sin adornos, con mi propio acento. Tuve unos mentores brillantes. Soy su protegida. Me enseñaron lo que era la técnica y la disciplina". Gracias a un amigo que la puso en contacto con un manager, 'Dreary Town' -la primera canción que compuso- llegó a las manos de Ben Hillier, un productor solicitadísimo que sin embargo se involucró tanto en el proyecto que ella reconoce que Nadine Shah como ente musical no existe si no trabajan ambos al alimón. Un nuevo ímpetu la empujaba a dejarse llevar por algo más físico después de presentar en directo Love Your Dum and Mad, así que la mística tenebrosa de canciones como 'Aching Bones', 'Bobby Heron' o su interpretación del estándar 'Cry Me a River' (nunca he escuchado a nadie dejarla en vilo de esa forma irresuelta, tan intrigante) quedó atrás en favor de abrazar -o atar con bridas- el recuerdo de la carne de sus amantes, buenos y malos. "El álbum trata sobre una sucesión de aventuras amorosas cortas e intensas. Es una especie de disco de madurez, sobre acercarme a los 30 y sentirme mucho más calmada, pero también muy, muy reflexiva, especialmente en lo que concierne a las relaciones, sobre la idea de aceptar el pasado de otras personas"

Entre ella, Ben Hillier y una banda integrada por el multi-instrumentista Peter Jobson además de varios guitarristas y colaboradores, dieron forma al fogoso Fast Food (2015) en a penas dos meses. "Reciclando viejos amores / nuevos esperan su turno / (...) Se pudren nuestras entrañas / me escabullo de ti / no puedo digerir más", dice en el sereno rockabilly de la pieza titular, una clara introducción antes de entrar en los detalles íntimos que aderezan cada tema. Frustrada con unas clases de poesía a las que asistió entre discos para ver si aprendía a complicar un poco su estilo, las dejó reforzando la idea de que hablar sin rodeos era su fuerte, y su falta de pudor en Fast Food avala esa seguridad. En 'Fool' -el imponente sonido de la perversidad en medio de un campo magnético de post-punk- se despacha con un aficionado al malditismo ("adiviné todos tus favoritos uno por uno / del santo Nick Cave a Kerouac") para desmontar su pose y decirle "que sean las otras chicas / las que se entreguen a la mierda que tú excretas"; en la nerviosa 'Washed Up', los reproches son para un amante mayor: "Aquí yace este beatnik venido a menos / exhausto y aburrido / la pasión cansa / más si eres viejo"; en 'Living', ironiza sobre la presión que sienten las mujeres por seguir con la tradición del matrimonio para ser modélicas de cara a la sociedad, algo que hasta las notas de sintetizador parecen advertir que es patético con triste sorna.

A diferencia del primer álbum, no es el piano sino los trenzados eléctricos, a veces secos y a veces empapados, los que constituyen el ADN de estos temas, pero hay una sabia selección de canciones que esquivan la inmediatez del cuerpo a cuerpo y nos permiten disfrutar de la riqueza de su voz grave desde una relativa serenidad, donde se puede llegar a apreciar la influencia de la música árabe que su padre ponía en el coche cuando era pequeña y que no apreció hasta mucho más tarde. El desasosiego que desata lentamente en 'Big Hands' es el momento que más recuerda al repertorio de Love Your Dum and Mad, pero se da una placidez desconocida en ella cuando desarrolla una 'Nothing Else to Do' que funciona como balsámico interludio, sumando capas de voces que cantan una única frase ("No había otra cosa que hacer que enamorarse"), creando la ilusión de una pequeña coral que al rato es replicada por una sección de viento. En 'Divided' tiene un gesto de culpabilidad y ternura con un amante a distancia por el que no siente nada, y la contención de la música solo se inflama en el estribillo, quizás el instante más sentimental de Fast Food. Dejo para el final la pieza que seguramente inspiró la portada del álbum (la primera y única en la que ha aparecido Nadine), 'Matador', donde más que rendirse a un torero, se marca un blues tiznado de flamenco que colma de sensualidad. "Un matador paseándose a mi alrededor", dice, "enseñando el color rojo allí donde no lo esperas / tómame / sé mi querido / que tus sábanas resbalen encima mío". Cuando afloran las ráfagas de guitarra quebrada parece que se deje rebanar el cuello con gusto, como en la portada, entregándose a un personaje vanidoso y frío pero irresistible desde el punto de vista carnal. Inundada de rojo encendido hasta que seque otra vez. 

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