Imperdible: Mariona Aupí - "Le Monde" (2017)

La última vez que viajé fuera de España antes del confinamiento pandémico fue en enero del año pasado, justo antes del blue monday que en 2005 un psicólogo y ocasional profesor en la Universidad de Cardiff -pagado por una agencia de viajes y mediante una fórmula que aún exaspera a los científicos- determinó que era el día más triste de todos. Un lunes sin número fijo; simplemente el tercero de enero. El avión de regreso a casa salía temprano desde Lisboa ese lunes de tristeza sugestionada y, aunque la borrasca Gloria había empezado a azotar a la península por la noche, se permitió el despegue. Llegando a la costa catalana, las turbulencias adquirieron tal grado de violencia que si volvía a pisar tierra después de ese viaje imposible, pensaba, sería con todas las muelas cuarteadas de tanto apretar la mandíbula. Después de dar vueltas como un buitre durante veinte minutos, en una danza que desde el asiento se percibía lenta y abrumadora como la de un funambulista, el avión aterrizó. Mi dentadura estaba ligeramente dolorida, pero entera. Al día siguiente emprendí mi camino hacia el trabajo a pie, bajo un cielo que tenía el color azul grisáceo de un cardenal en el antebrazo. Un viento empapado soplaba en mi contra y el paraguas, empuñado como una espada delante de la cara, me impedía ver más que los pies de las pocas personas que me cruzaba por la rambla elevada que atraviesa los jardines. En medio de la tormenta estaba escuchando este disco de Mariona Aupí, y fue como si el contexto meteorológico me revelase la hondura de una música que conocía hacía tiempo -el álbum llevaba un par de años en la calle-, pero cuyas imágenes nunca se habían descodificado tan vivas como en esa mañana de temporal. 

Leyendo en la nota de prensa que "el mar (agua en constante movimiento/regeneración) es el protagonista" del disco y viendo las fotos que adornan la carpeta y el libreto (el lago de Banyoles en un día gris, con las montañas que lo rodean envueltas en niebla y Mariona emergiendo de sus aguas con la ropa calada) uno pensaría que la sugerencia era rotunda. Le Monde (2017) podría haber sido de esos trabajos que una artista decide bautizar con su propio nombre aunque no se trate de su debut, imponente como es lo que ha logrado conjugar. A lo largo de su carrera Aupí ha sido una autora de proyectos compartidos con varios partenaires y este no es una excepción, pero el multi-instrumentista Guillermo Martorell (que produce, arregla y también escribe con ella tres de las canciones) se puso a su servicio para entender el fondo de sus composiciones y aunar con finura todas las filias, singularidades, referentes estéticos y artísticos que la habían definido hasta entonces: el romanticismo de poso oscuro, el cabaret hecho cine mudo, la canción de autor, el surrealismo daliniano, la poesía de Poe mecida por una lengua de agua de la costa brava... Fang, que Mariona fundó y nutrió junto a Jaume Garcia entre 1995 y 2004, sobresalió enseguida gracias a una música de tintes dramáticos y adornos programados, eminentemente rock, cuya solidez a penas tenía rivales en la escena independiente estatal, pero en el disco previo a su separación ya exploraron el imaginario mediterráneo y arrabalero que ella seguiría cultivando inmediatamente en Santa N, proyecto al alimón con Carlos Ann. Con él también gestó Criatura (2013), el primer trabajo a su nombre, pero con el tiempo acabó valorando la experiencia como precipitada, concluyendo que "no digo que no me guste, pero sí que no me reconozco". Los componentes estaban ahí, pero el escenario electrónico elaborado por Ann -aunque la devolvía en ocasiones a paisajes similares a los frecuentados en Fang, como en 'Árboles Negros' o 'Intimidad'- se quedaba en algo agarrotado que parecía coartarla, impidiendo que se soltase; una inseguridad que extrañamente quedó inmortalizada en la mirada perdida de su foto en la portada y que en Le Monde no existe.



Le Monde, en espíritu el disco homónimo de Mariona que no lo fue, se titula así porque durante su creación recurría a unas cartas de tarot que le había regalado Alejandro Jodorowsky, a quien conoció en París. Aupí las manejaba como si saliesen de la baraja de las Estrategias Oblicuas de Brian Eno y Peter Schmidt; usando su intuición, inspirándose en la interpretación que hacía de la imagen en el momento de la tirada o sirviéndose de ella como guía para conducir una idea. "Había una carta recurrente, que el azar siempre hacía salir: era "Le monde", la número XXI, la última de todas y para mí la más potente", explicó en la misma entrevista citada más arriba, "una carta de realización y superación y muy femenina. Quise homenajear a este azar y le puse el nombre de la carta al disco". Guillermo Martorell orquestó una dirección artística pensada para hacer orfebrería a partir de lo visceral, ciñéndose a instrumentos orgánicos que tocó él mismo junto a un grupo estrecho de colaboradores como David Martínez (batería), Miquel Sopedra (bajo eléctrico), Brady Lynch (contrabajo), Núria Maynou (violonchelo), Lisa Bause (violín) o Adrià Bravo (piano), que solo intervienen si una pieza lo requiere, respetando el espacio de Mariona y la cuota de misterio que la rodea haga lo que haga, incluso cuando pone las cartas encima de la mesa. Le Monde arranca con una explícita despedida a la vida que compartió con Carlos Ann durante nueve años, el vals '3500 Días', donde las caricias de una guitarra de doce cuerdas y la solemnidad que aporta el coro masculino Metropolitan Union acompañan el melancólico detalle de una escena ("Sueño poder despedirte cantando en francés en el antro que estuvimos una y otra vez, con dos gatos albinos jugando a mis pies, y nosotros al fondo como un recuerdo, redactando versos") que pronto arde en un incendio del que no hay escapatoria. A partir de ahí, agua; turbulenta, cristalina, magnética.

Los símbolos relacionados con el océano no se limitan a las palabras. Llama la atención cómo los inquietantes interludios 'Chanson de la Folle' y 'La Folle au Bord de la Mer', que parten de una composición del pianista romántico Charles-Valentin Alkan, pueden evocar la imagen de un mar calmado pero traicionero que mueve una barca amarrada a un grillete en el muelle. Cada canción se te aparece empapada de relente, y en ocasiones te coge de la muñeca para sumergirte con ella. Los acordes de la solitaria 'Navegante', que Guillermo aleja de la suavidad de la yema de sus dedos en cada refrán, sugieren la contemplación del mar en reposo con el rostro marcado por la derrota ("Navegante que inventó el amor sin compañera, por los mares la buscó y jamás volvió a verla", canta, con Paul Fuster dibujando una voz aguda al fondo). Con un acompañamiento igual de austero y elegante, 'Dame los Labios' guarda consanguinidad con las canciones que Hal Wilner produjo para Marianne Faithfull en Strange Weather (1987), como por ejemplo 'Yesterdays'. Mariona se retrata como una voyeur que no puede contener el impulso de recrearse en la imagen de las pretendientas que tendrá un antiguo amante ("Dame el trato que recibirán y esa hora y media que te tendrán / Me alimento de su aire, de sus labios, de su carmín / y sus huellas dactilares en la copa de Mai Thai"), codiciando una frescura que nunca podrá revivir con él. Su voz quizás sea transparente como un anillo de agua alrededor de una burbuja de oxígeno, pero en temas como este demuestra que puede cargarla con todo el dolor de la experiencia que cabe en la garganta agrietada de una Faithfull.

Diseminadas como la comida que se tira a los peces -en el tercer, sexto y noveno lugar de la secuencia- figuran piezas que traen al primer plano la batería y las guitarras distorsionadas, que reverberan con un punto onírico en 'Submarinos' (la irrupción del estribillo es como inhalar profundamente flotando boca arriba en el mar, imaginando todo lo que vive debajo) y en 'Sonrisa de Delfín' acaban emulando el sonido de los cetáceos enloquecidos, persiguiendo al embaucador retratado por Mariona hasta el resto de sus días como si fuese la sutil venganza de una fábula. En 'Nieve', sin embargo, el impacto es más violento, lo necesario para ilustrar un episodio de impulsos e irreflexión con la sangre caliente y el vaho bajo cero ("Olvido galopante, la noche por delante (...) Mejillas encendidas y un frío de navajas") que apunta al incómodo vacío que puede dejar un encuentro perpetrado por nuestro lado más animal. En un golpe de efecto estupendo, a 'Nieve' le sigue 'Querido Comandante', con una quietud (voz y piano) que bien podría ser consecuencia de la tormenta nocturna: "Nada es como imaginé, ni tus manos ni tu ser ni tu parte de adelante / querido comandante / me ahogué en tus pies, me agarré al timón y su sombra proyectó una nave azul". Si las canciones electrificadas trazan un zigzag con sus picos, 'Querido Comandante' inicia otro con traje de buzo, pasando por 'El Cuervo' (atención al hermoso crescendo de la segunda mitad, donde participa de nuevo el Metropolitan Union mezclado con los cantos de sirena de Mariona) y acabando en 'Maniobras Surrealistas', un último recuerdo a un romance ya enmarcado en el tiempo; como si lo volviese a encontrar en un cofre trabado en coral y al abrirlo saliese en forma de estrellas fugaces, iluminando un rincón de un océano inmenso como el amor que se desprende de Le Monde

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