Tarde o temprano: Daga Voladora - "Los Manantiales" (2024)
Me inventé esta división del blog llamada "Tarde o temprano" hace unos años para dar cabida a las reseñas de esos discos con los que he pasado poco tiempo, pero que han activado una respuesta emocional tan rotunda y rápidamente en mí que no puedo contener el impulso de escribir al respecto. Ya sean discos antiguos recién descubiertos u otros que acaban de publicarse, necesito hacer correr la voz sobre sus virtudes cual voluntario entusiasta de una causa noble en busca de simpatizantes. Es una reacción más bien automática comparada con la carrera de fondo que me supone escribir sobre un álbum que conozco bien y del que estudio circunstancias, causa y efecto de cara a una revisión que lo contextualiza y lo reverencia con todas las certezas. Aquí, en cambio, está el cosquilleo impagable del flechazo; la irrupción en tu vida de algo nuevo e inesperado que te hace fantasear, recordar antiguos amores, sentir la agitación que te provoca saber que te estás entregando a lo desconocido, vulnerable perdido. Desde el pasado viernes, fecha en la que salió a la luz oficialmente este Los Manantiales (2024) de Daga Voladora, solo soy uno de los muchos que se sienten así habiendo escuchado este artefacto sonoro; de hecho, fue el goteo de piropos y advertencias sobre sus bondades en las redes lo que me puso en alerta de que aquello que sonaba detrás de ese bloque magenta de la portada era imperdible. Me encantaría ponerme en plan académico y tener el lujo de poder decir que conozco la trayectoria de Cristina Plaza (voz, teclado, producción; todo) desde sus inicios, pero no; escapó mi radar con sus anteriores proyectos, incluso con los primeros lanzamientos bajo el nombre actual, y ha llegado a mi vida cuando ya lleva componiendo canciones intermitentemente desde hace más de 20 años. "Si te hubiera conocido antes", dicen. Lo bonito es que la música está ahí, por descubrir y sin envejecer, y después de Los Manantiales sospecho que será una autora a quien estudiaré muy bien.
Por lo que he podido leer en alguna declaración suya estos pocos días desde que he escuchado el disco, Plaza me lleva a algo en lo que venía pensando también este fin de semana, desde que vi ese vídeo de Beth Gibbons anunciando que salía su nuevo álbum y dando las gracias por el apoyo a la gente. Eran solo once segundos, pero si te dedicas a la música por razones que transgreden el ego y con un respeto reverencial hacia el oficio y su artesanía, once segundos así dan fe de tu honradez. Había un candor genuino en su sonrisa que aún se percibía más humano sabiéndose que es una persona reservada y ajena a la farándula. Como a Gibbons, a Cristina Plaza le ha hecho mucha ilusión desvelar finalmente las canciones en las que ha estado trabajando durante mucho tiempo y lo ha manifestado con ternura; y como a Gibbons, no la han coartado relojes de arena ni presiones de ningún tipo; ha creado al ritmo que ha necesitado obviando que la última colección de canciones de Daga Voladora databa de 2016. Como explicaba en S Moda de El País, "Me gusta hacer las cosas a mi manera por mucho que esto, a veces, me limite (...) Siempre me he tomado muy en serio mis canciones. Hay grupos que no son constantes y yo los amo igual. No soy una persona constante. No siempre he tenido fuerza para sentarme y ponerme". Sobre los puntos musicales de referencia más razonables ya se ha dicho todo; ella misma sin ir más lejos en el espléndido texto promocional ("Stereolab, Broadcast, Galaxie 500, Cate Le Bon… Y también algo del lenguaje flamenco. Un flamenco muy a mi manera, claro"), donde además mencionan a algunas predecesoras del territorio español con quienes comparte filias y formas pero que Cristina confesaba desconocer hace ocho primaveras ("Lo de Le Mans me lo han dicho más veces. También alguna comparación con Ana D y Kikí d'Akí, y a mí… pues me resulta extraño, ¡porque nunca las he escuchado! Ni a Le Mans").
Cristina Plaza, Daga Voladora en 2024. |
Otro detalle -detallazo- que nos retrotrae al Madrid en cuyos rincones resonaban las voces de Kiki d'Aki o Cristina Lliso es el cuadro del pintor Javier de Juan (ilustrador icónico en publicaciones de los '80 como Madriz, La Luna o El Europeo) que corona el sobrio diseño de Beatriz Lobo: la figura de una chica con la espalda desnuda en el King Creole -un emblemático bar de Malasaña en los años de la Movida- pintada en 1986. Si bien es imposible no acordarse de Maria José Serrano, Gloria van Aerssen y Carmen Santonja cuando arranca el disco con 'Cristinópolis', un paseo por una ciudad idílica diseñada con crayones del mismo grado de ternura (no dureza) que los que usaban las susodichas, estas nueve canciones no se casan con nadie. La producción de Cristina es sofisticada y clara, diría que hasta cinemascópica por cómo siento que se expande mi imaginación en horizontal, pero siempre guarda lugar para un ruido crudo: un teclado áspero, el siseo de una grabación que parece hecha en casete, el hálito del saxofón de Andrés Arregui... Estas piezas empezaron a gatear en un pueblo de campo y acabaron erguidas meses después a base jugar y trabajar duro en un sótano de Madrid, una carga genética que brilla conforme te envuelve el lenguaje sonoro ideado por Cristina a partir de sus muchas influencias. En los ambientes de Los Manantiales llegas a confundir un holograma trémulo proyectado desde una nota de teclado Casio con un terrón de arena (o de azúcar). Es simultáneamente doméstico y cósmico; acogedor y tangible pero también insólito y enigmático. En el centro están siempre el pop y el corazón, retratado, abrazado y desafiado en unas letras admirablemente concisas -hay que leerlas todas, de verdad, porque no hay desperdicio- que te atrapan tanto como te arropan. Ángulos pronunciados e imágenes afiladas (el hielo picado a base de distorsión de 'Ceniza Plateada'), intimidad resumida como quien filma la naturaleza a cámara lenta ('Lejos de la Multitud'; aquí sí, los Broadcast de cosas como 'Echo's Answer' proyectados sobre el paisaje magenta), desenfado nuevaolero tras el que se esconden personajes inseguros ('Diamante', 'Me Vi Penando'), doo wop tan delicado como hiriente ('Me Pasará Contigo', primera ocasión que tenemos de sorprendernos con el cálido saxofón de Arregui), canción de autor a la antigua con recado atemporal ('Quise Ser', una oda a las diferentes facetas y aspiraciones que todos tenemos perseguida por la melancolía de no poder verlas realizadas todas) o dub contagioso por su gracia natural ('Fosforito'). Al final, 'Catedral' cierra el círculo abierto en la colorida 'Cristinópolis' con otra situación imaginada en las antípodas de la primera: regalándose un momento de introspección sola en el bosque, mientras el saxofón mece las ramas de los árboles y distintos teclados los cubren de rocío.
Como epílogo, a Cristina le dedico esta canción instrumental de Hans Hendrickx, un músico más que misterioso que en 1985 contribuyó a un recopilatorio con este vals que tardé décadas en localizar (sonaba en un reportaje de moda en el programa Metrópolis, pero no era nada que Shazam pudiera reconocer o que las plataformas digitales tuvieran catalogado). La primera vez que terminé de escuchar Los Manantiales me acordé de este baile nocturno de teclado analógico y saxofón; fue algo casi extrasensorial. No sé explicarlo; esta canción, que me ha perseguido más de media vida, evoca un universo de raíz que siento que Daga Voladora ha expandido para mí hasta otros lugares. Tengo la sensación de que si la escucha quizás me entienda y quizás le guste. Es mi manera de decir gracias. Y felicidades.
Para escuchar y comprar
(en digital o vinilo, publicado por Lovemonk) en Bandcamp:
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