Imperdible: Thalia Zedek - "Trust Not Those In Whom Without Some Touchof Madness" (2004)

Le decía Thalia Zedek el pasado mes de febrero a un periodista del Boston Globe, hablando sobre la perceptible vivacidad de las canciones de su último trabajo Via (2013), que hiciera lo que hiciera los críticos ya estaban empezando con lo de siempre en las reseñas, que no falta "el trozo que habla de 'angustia, agonía y rabia'. Yo pienso: ¿Qué estáis escuchando?'". Dos semanas atrás vimos en Barcelona a la Thalia de la que aún escriben esos críticos, liderando una banda junto a Chris Brokaw, Come, que echó el cierre a su catálogo hace más de una década. Interpretando canciones compuestas entre 1991 y 1994 con la misma presencia y convicción que cuando ese grupo era su vida (y los conceptos de cólera, dolor y turbiedad nunca se utilizaban en balde para describirles), Come renacieron en carne cruda durante una hora y media embriagadora pero la realidad nos devuelve a un presente en el que no están. Un presente en el que Zedek regresa a Barcelona dos domingos después, cobijada en la intimidad de la sala Heliogàbal, donde bastaba con ver cómo intentaba abrirse paso entre la apretujada audiencia para llegar al rincón donde debía tocar, haciendo gestos de apuro con esos ojos azul grisáceo y una tímida sonrisa, y prestar atención a su cancionero en solitario para comprender el sinsentido de alargar por encima suyo la sombra del mito de sus adicciones, la autodestrucción y el desconsuelo canalizado por la vía eléctrica más claustrofóbica.

Ayer Thalia dividió el recital en dos partes. En la segunda le acompañó Frank Rudow (batería) interpretando temas del mencionado Via (antes de iniciar esa tacada también se unieron en una emotiva rendición de '1926'), piezas como 'Want You To Know' o 'Straight and Strong', que con sus estructuras más heterodoxas y a paso ligero ratifican que hay nuevos brotes en su estilo. No es que ahora suene necesariamente optimista, pero sí más firme y posicionada que hace unos años. En la primera mitad, sola con la guitarra eléctrica, destacó la selección de tres temas seguidos de Trust Not Those In Whom Without Some Touch of Madness (2004), un álbum del que llevo quince días intentando escribir. Es uno de esos discos que se quedó en casa de mi madre cuando me mudé de ciudad y que por alguna extraña razón no necesité revisar en ningún momento. Hace unas tres semanas me acordé de él. Pasados ocho años, sentí estar escuchando un disco nuevo del que no recordaba más que dos canciones, para el que no tuve paciencia en su día y en el que ahora leía pequeños mensajes simbólicos.

"No confíes en aquellos que no tienen un toque de locura". El azar le puso título al segundo trabajo de Thalia Zedek mediante un papelito metido en una galleta de la suerte, algo como un consejo o una advertencia a tener en cuenta antes de emprender un viaje impreciso. Después de las incómodas reflexiones, mea culpas y reproches a una amante tras romper una relación que alimentaron Been Here and Gone (2001), Trust Not Those In Whom... le da una continuación lógica a la línea argumental de esa historia. Se abren las ventanas a primera hora de la mañana y se despliegan sábanas blancas. Siguiendo el ciclo de superación de esa ausencia amorosa, pasada la etapa de fijación por lo que ya no está, lo que hizo mal y lo que no pudo ser, la idea de "viaje" simboliza ese periodo de soledad posterior: salir ahí fuera, volver a prestar atención al entorno y crecer. Lo hace fijándose una misión fantástica y elegíaca: en diciembre de 2002, con solo 37 años, su amiga Laura Carter (a quien dedica el disco) falleció habiendo pasado los últimos años de su vida viviendo en la isla de St. Croix (Islas Vírgenes). Thalia supo entonces que había tenido problemas que desconocía y que había intentado abandonar la isla, y su imposible rescate es el tema que ata una serie de canciones que suenan a aventuras ébrias de melancolía. Si la nostalgia estaba irremediablemente rebajada por la autoflagelación en su primer álbum, en este sube como la espuma en las melodías y las progresiones de acordes, manifestada en hinchazones dramáticas usando trucos (la libertad del batería Daniel Coughlin para marcar las palabras, los cambios de clave menor a mayor de un mismo acorde) que se repiten como en cualquier obra donde el todo es tan importante como sus partes.

La primera canción ('Ship') habla de alguien que se marcha en tren pero se llama 'Barco', y es que es Thalia la que zarpa con el recuerdo de ser abandonada por otra persona. Comparado con su primer álbum, en general más intimista y cerrado, aquí se dan momentos de convulsión y electricidad insospechados, contundentes, que contrarrestan la aparente calma y el espacio de unos acordes mayores que llevan a la lágrima, reforzados por el piano de Mel Lederman, aunque el corazón de la banda lo formen sin duda la batería de Coughlin y la viola de David Michael Curry, que hace un uso único de su instrumento, pasando del quejido endiablado a que parezca que su arañazo lento a las cuerdas sea como el viento a través de una ventana vieja y mal sellada. La sensación naval no viene solo dada por las menciones a ese imaginario en las letras, sino que de manera muy conseguida y difícil de explicar es algo que forma parte del ADN de las composiciones; esa soledad del marinero de otro tiempo. En la biografía de Patti Smith que escribió Nick Johnstone, él decía sobre la canción 'Broken Flag': "Una música patética propia de un himno inunda la voz profundamente emotiva de Patti", y esa cita me ha venido a la mente escuchando muchas de las canciones de este disco. Zedek exploró como nunca hasta entonces la estructura estrofa-estribillo-estrofa, y los estribillos los hizo especialmente relevantes, grandes. 

La travesía hasta llegar a la isla de Laura Carter es compleja. El recuerdo del abandono de 'Ship' no amarga un plácido inicio de viaje, pero enseguida se pone alerta en una de las canciones más representativas de este disco a nivel expresivo, 'Sailor', azotada por un turbulento oleaje mientras canta "No llores por el marinero, el cual no se quedará postrado ante una tormenta / ya le habían avisado de que el cielo estaba rojo por la mañana". En la cálida y nocturna 'Evil Hand' le dice a Laura que va a por ella, y en la misma noche sobre la cubierta se acuerda de su anterior romance (no olvida su esencia en 'Since Then'), incluso de manera desagradable ("Ningún ángel va a salvarte otra vez / nunca apareciste y ahora se sienten ignorados", dice en 'Angels', más reminiscente de Been Here and Gone; en 'Bus Stop' detalla reproches materialistas en la ruptura). En el último segmento, tras la tierna y derrotista 'Brother' -que parece una canción de taverna para cantar rodeando por encima del hombro a un camarada con dos copas de más: "Abandoné a mi hermano y crucé el río / con la intención de volver cuando los tiempos fueran mejores / pero el tiempo vino y se fue / para peor o para mejor / perdí todo mi dinero"-, la dureza de 'Island Song' (una dolorosa marcha de guerra con la distorsión a temperatura alta) es la confirmación de que, una vez encontrada la isla, su amiga ya no está. 'Virginia' es la elegía definitiva que le dedica, la canción más hermosa y triste del conjunto. Nadie presagiaría que tras este final, Zedek no podría contener el impulso de soltar todos sus demonios en 'Hell is in Hello': "¿Qué prometiste? ¿A cuántas más, a cuántas? / (...) Soy solo un número / estoy cansada de la gente, cansada / tienes demasiado miedo de decir adiós / cuando el infierno está en el hola". Y tras esta primera estrofa sobre un solitario arpegio de guitarra, una batería raquítica y el sonido ambiental de las seis de la madrugada en esa isla vacía, la canción se desintegra en una maraña de ruido llena de significado. Las ilusiones inútiles y los esfuerzos sin premio, tantas veces. Otra vez. Otro viaje.

Para escuchar en Spotify:
 

Comentarios