Tarde o temprano: Deradoorian - "The Expanding Flower Planet" (2015)

Ha hecho falta darme un paseo por la exposición La Luz Negra, que estos días agota ya sus cinco meses de residencia en el CCCB de Barcelona, para acabar de encajar las piezas centrales de un álbum que lleva inquietándome un par de años y del que tenía un viejo borrador en blanco, a la espera de -nunca mejor dicho- algún tipo de iluminación que me llevase por la senda del entendimiento para concretar mis sospechas en palabras. La muestra, que reúne obras de artistas contemporáneos influenciados por las tradiciones esotéricas, toma su título "del sufismo, la rama esotérica del islam que enseña un camino de conexión con la divinidad mediante la visión interior y la experiencia mística". Interrogada por la importancia de la introspección en su trabajo en 2015,  Angel Deradoorian responde: "Creo que gran parte de las cosas que quiero entender y la verdad que busco están primero dentro de mí. Tengo que averiguarlo a través mío al contrario de un extrovertido, que lo encuentra en el mundo. Hay un aspecto importante de la introspección que necesito para sentir que puedo seguir creando o avanzando". En muchas de las entrevistas que dio alrededor de la publicación de este disco razona extendidamente sobre su interés, su confianza en lo metafísico. "Lo desconocido es aterrador, pero también es lo más emocionante y es algo en lo que tener fe, para que puedas traspasar los límites de tu mente".

Siguiendo su trascendental objetivo, lo primero que hizo fue tomar la importante decisión de abandonar Dirty Projectors, un grupo asentado en Nueva York a principios de la década pasada que con la cantidad de miembros que ha tenido en su formación bien podría llamarse un colectivo. Con ellos estuvo aproximadamente cinco años, y en medio de esa estancia ya publicó un primer EP como Deradoorian, titulado Mind Raft (2009), donde se aprecia su predilección por el minimalismo: esquemas de batería, arreglos corales, flautas suaves, guitarras acariciadas... La última canción, 'Moon', despliega sus raíces armenias -por parte de sus abuelos paternos- en un mantra sostenido que acaba con un tintineo eléctrico, como si hubiese logrado transitar hacia lo oculto. Es como el documento de la estela que perseguiría. El viaje interior emprendido en 2012, que tuvo sus apeaderos físicos en Baltimore y en Los Ángeles, le llevó a madurar lo que en ese EP era el muestrario primitivo de sus ideas y a insistir en la idea de la expansión a través de la repetición. The Expanding Flower Planet (2015) se titula así por ese motivo, inspirado por un tapiz de seda china que le había regalado su abuela y que presidió su estudio mientras trabajaba en el repertorio. "Venía a representar la idea que quería explorar en este disco, que fuera cíclico. La mandala parece repetitiva y a la vez se mueve muchísimo", dijo.

Para elaborar el trance en cada episodio de esta colección de canciones, Deradoorian se fija en los años 70 y hace confluir en el sonido lo ácido del folk psicodélico, la experimentación en crudo del krautrock y lo visceral de las músicas tradicionales de lugares de África y Asia, resultando en un pop heterodoxo, rico, con una paleta acotada de elementos bien elegidos y mejor suministrados. 'A Beautiful Woman' da comienzo al álbum con uno de los mejores ejemplos de esto; trotando sobre un bajo recio y uno de los clásicos ritmos de batería de Can (escuchen 'Vitamin C' o 'Mushroom' del grupo alemán, un guiño que les repite más tarde en 'The Invisible Man'), esta oda al fortalecimiento de la autoestima llega a transmitir una sensación de renacimiento gracias a esas melodías que busca en rincones donde pocos artífices de pop en Occidente suelen escarbar (no en balde lo co-produce con Kenny Gilmore, un músico nacido en Malawi que emigró a Nueva Orleans para iniciar su carrera). La propia 'Expanding Flower Planet' es una imponente pieza central que trae al frente la influencia que ejercieron sobre ella los volúmenes de las recopilaciones Ethiopiques; un ritual chamánico entre shakers rellenos de cereales, golpes de bastón a los timbales y las voces implorantes de la tribu en plena noche que, por momentos, a quien invoca es a la gélida Sinéad O'Connor de The Lion and the Cobra. Pero su propósito de dar con algo hipnotizante que le sirviera para transitar hacia la calma interior se concreta sobre todo en 'Ouneya', repitiendo un cántico entre blips que centellean y un ritmo que, aunque apremiante, invita a contonearse.

'Komodo', bautizada con el nombre del lagarto más grande del mundo, tiene la fragilidad de una canción japonesa, y con su triste épica parece imaginar una tragedia ancestral en un poblado cuyos habitantes corren peligro, quién sabe si por la presencia del reptil. Es la más excepcional entre las piezas que arriesgan con más giros en la partitura, como 'Violet Minded' o 'The Eye', ambas dando cuenta de experiencias místicas, ambas envueltas en sintetizadores: la primera, contemplando lo que narra con reverencia; la segunda, dirigida por un pulso frenético -la luz del krautrock de nuevo- mientras se da consejos que son órdenes: "Límpiate / destrúyete / para pasear tu verdad sin compañía". Es uno de los momentos del disco donde nos hace partícipes de un estado convulso y de confusión, igual que en 'The Invisible Man' (dando tirones a su voz como Liz Fraser en la primera época de Cocteau Twins) y en 'DarkLord', donde dice: "No es posible / Si es posible, dime cómo / (...) ¿Es real o estoy soñando? / Necesito un testigo", y la música imita su incredulidad, haciendo como si se torciese y se quedase atascada en su propia disonancia. Aun así, 'Grow' pone el punto final con una exhibición de fe en esa energía desconocida que tanto le embelesa; un vals de psych-folk que deja repentinamente deshidratado, flotando en un vacío cósmico, para rellenarlo poco a poco. "Fue como el encuentro de lo viejo y lo nuevo", dijo al respecto del tema. "Es una de mis favoritas en el disco porque da una sensación cruda y muy lejana al mismo tiempo". A mí, esa yuxtaposición me sirve para resumir el disco entero.


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