Caso abierto: Culture Club - "Colour By Numbers" (1983)
Creo que al pensar en las excursiones que nos tocaba hacer de pequeños a casa de un pariente o de amigos de nuestros padres, todos nos acordamos de un incentivo especial; un fetiche, algo que te fascinaba y que solo podías disfrutar en otra casa. Si me transporto a la infancia solo doy con objetos coloridos y más o menos pop: la caja de música sobre la que daban vueltas Don Quijote y Sancho Panza en casa de mis abuelos maternos; un poster de La Dama Se Esconde en el piso de mi tío Ramón; el puzzle artesano de madera en casa de Inma y Guti; la colección de llaveros dispares en el dormitorio de los primos de mi madre; una pila de revistas Vogue en el suelo del salón de mi tía de Pamplona y otra de números de The Face que tenía una amiga de mis padres, Maribel... Cada imagen agita fuertemente mi memoria sensorial. Algunas de estas cosas solo podía admirarlas como obras de arte, sin llegar a tocarlas nunca, pero con otras pude recrearme reiteradamente. En casa de la abuela paterna, más allá de las galletas de coco y chocolate del Surtido Cuétara, el evento giraba alrededor del reproductor de vídeo y el televisor. Entre el desorden de películas del oeste en VHS, territorio de su criminal segundo marido, había una cinta para mi primo y otra para mí y ninguno tenía el más mínimo interés en la del otro: él veía La Guerra de las Galaxias; yo me formé viendo hasta aprendérmelo A Kiss Across the Ocean, un concierto de Culture Club grabado cuando el grupo cabalgaba la cresta de la ola en diciembre de 1983.
Entiendo por qué Boy George (voz) les debió parecer inofensivo y de fácil asimilación para un niño de cinco años. Aún no había visto nunca un concierto y por supuesto a nadie como él. Esa androginia a la que yo no podía poner nombre pero que sin duda me embelesaba hacía que para mí fuese un personaje colorido, único como el Dragón Elliot. Estoy seguro de que acabé preguntando si era un chico o una chica, pero su extravagancia le acercaba más a la idea de superhéroe y a la fantasía. A menudo, la belleza de su rostro perfectamente perfilado dejaba lugar para una sonrisa entre los versos y George parecía afable y afectuoso durante toda la actuación, mientras los clones y wannabes que llenaron tres noches seguidas el Hammersmith Odeon de Londres aparecían retratados en pleno éxtasis, con las caras cubiertas de sudor y rosas en la mano. Gracias a su personalidad, Culture Club provocó un seísmo más allá de la casilla musical y desafió el conservadurismo reinante en la sociedad de principios de los años 80 para encarar temas como la orientación sexual y la identidad de género. Gran Bretaña había vivido el glam rock y Bowie seguía siendo el rey del disfraz, pero la verdadera confusión a la que llevaba el atractivo de Boy George tanto a hombres como a mujeres inquietaba tanto que se convirtió en una monomanía. Revisando entrevistas para este artículo es prácticamente imposible escuchar a George hablando sobre algo musical; en cambio, las preguntas recogen el nerviosismo con que los periodistas buscaban respuestas al oscuro propósito que había detrás de su único aspecto. Él siempre fue locuaz y excesivamente encantador para responder y se le dio de maravilla hacer pedagogía con amabilidad para normalizar el asunto (incluso se prestó a una especie de tribunal popular en forma de talk show en la televisión local de Chicago, en 1984: América, tan gris como verde para lidiar con un fenómeno como el suyo), pero tras un par de años el empecinamiento terminó por amargarle.
Boy George, Mikey Craig (bajo), Jon Moss (batería) y Roy Hay (guitarra, teclados) llevaban juntos a penas un año y dos singles fallidos a sus espaldas cuando, en octubre de 1982, el reggae suave y sentimental de Do You Really Want to Hurt Me les catapultó al número uno de las listas británicas, haciendo finalmente visible a Boy George y replicándose con ello el tipo de fanatismo suscitado diez años atrás por el Ziggy Stardust de David Bowie. En su primer álbum, Kissing to Be Clever (1982), ese tipo de balada suponía una excepción entre ritmos bailables de reminiscencia latina y tribal, con un George mucho más estridente que sutil y un resultado fundamentalmente unidireccional en el repertorio que ponía en relieve su corta trayectoria como banda. Por eso resulta sorprendente que, en menos de un año y cumpliendo con una agenda frenética de conciertos y compromisos promocionales alrededor del mundo, Culture Club tuviesen la inspiración y la lucidez para canalizarla en composiciones para un segundo álbum ambicioso, ecléctico, mucho más maduro. Time (Clock of the Heart) (1982), single publicado entre discos, fue un primer anticipo romántico y agridulce, destapando la pieza una estructura más sofisticada y arreglos de cuerda. Las tendencias musicales en Gran Bretaña empezaban a favorecer el pop con pinceladas de refinamiento -adoptadas de los géneros más dispares- por encima de la inventiva aristada del post-punk. El segundo disco de Culture Club se gesta y aparece en ese momento, y aunque a menudo se les considere un grupo perteneciente a la fracción más frívola del pop de los 80, nada en esta elaborada colección de canciones (con permiso de 'Karma Chameleon') les vincula a la cosecha más hortera e insustancial de la década. En cambio, nos encontramos con un álbum que tiene un aire cálido y sentimental; que tiene más en común con el sophisti-pop de Aztec Camera y Sade que con los new romantics.
Colour By Numbers (1983) tomó su título de un medio tiempo que se quedó fuera del álbum (búsquenlo en la cara B de Victims). La referencia a los libros para colorear podría ser un comentario irónico a la inflexibilidad imperante que Boy George siempre buscaba subvertir porque, aunque las piezas para pintar vengan determinadas y numeradas en esos libros, cada uno escoge cómo lo hace. También funciona entendiéndolo como definición literal de las diez piezas numeradas del repertorio, porque cada una aporta un tono distinto a lo que objetivamente es un muestrario de pop de eficacia probada (hasta cinco singles más o menos victoriosos en las listas entre sus surcos). George lanza puntuales observaciones sobre los prejuicios y la reivindicación individual desde los textos, pero su sujeto favorito es el amor que se tuerce y se retuerce, encontrando en su tormentosa relación con el batería Jon Moss una musa inagotable; el último en una lista de noviazgos disfuncionales con hombres que no reconocían su homosexualidad.
Una vez más fue Steve Levine, ingeniero inseparable desde que grabasen sus primeras maquetas serias en 1981, el encargado de acompañar a Culture Club en la expansión de su sonido a través de guiños estilísticos que dejaban atrás el comodín callejero del álbum anterior. A la potente voz de Helen Terry, vocalista puntual en el pasado, se le cedió un sitio de honor en la banda -llamarla corista se queda muy corto si se le escucha- para consolidar la genética negra de las nuevas composiciones, con una cadencia melódica mucho más cercana al soul y arreglos de piano, cuerdas, órgano, viento y hasta flauta. Para mí Colour By Numbers nunca empieza con 'Karma Chameleon' porque no me gusta y no la escucho; empieza con 'It's A Miracle', un número funky que Boy George escribió cuando viajaron a los Estados Unidos por primera vez y al que cambiaron el título original ('It's America') por temor a que hubiese alguna represalia comercial si en el continente aludido se malinterpretaban sus apuntes. Le sucede un triplete de canciones íntimas e impecables: el soul sombrío de 'Black Money' ("Cuando quieres a alguien te sobra el dinero / ¿Negocias con dinero negro?"); el compás jazzy de 'Changing Every Day' (consuelo para un outsider: "El espacio entre tus ojos es un lugar para héroes que nunca se comprometen"); y, rematándolo, un mano a mano entre George y Helen Terry acompañados de piano en el gospel estremecedor 'That's The Way (I'm Only Trying to Help You)'. En 'Mister Man' saludaba con ironía a los reprimidos retomando los ritmos cálidos de Kissing to Be Clever; en 'Miss Me Blind', un tema de new wave con revestimiento funky, exhibía el resquemor ocasionado por sus juegos con Jon Moss; y en 'Church of the Poison Mind' también, aquí guiñándole un ojo a la Motown (cuando Eurythmics quisieron reinventarse en 1985 después de su etapa más sintética, usaron con descaro esta misma receta para 'Would I Lie To You?'). El disco finaliza con 'Victims', otra súplica de amor dirigida por el piano donde George emociona con el punto rasposo de su voz, pero hay un exceso de drama en las formas; quizás el sonido de un requiem demasiado calculado, que es puro sabotaje.
El ritmo de producción al que se veían sometidas las estrellas de pop británico de los años 80, presionadas por sus managers y sus discográficas a ambos lados del charco, era incompatible con el control de calidad y la reflexión en la mayoría de las ocasiones. Culture Club se equivocaron sucumbiendo a ese círculo vicioso después del éxito mundial de Colour By Numbers y la prueba llegó con el flojo Waking Up with the House on Fire (1984), un trabajo frío y convencional, apresurado y comedido, con salpicaduras de color que suenan a fórmula y muy lejos de la montaña rusa emocional de este predecesor, tan digno de revisión.
Entiendo por qué Boy George (voz) les debió parecer inofensivo y de fácil asimilación para un niño de cinco años. Aún no había visto nunca un concierto y por supuesto a nadie como él. Esa androginia a la que yo no podía poner nombre pero que sin duda me embelesaba hacía que para mí fuese un personaje colorido, único como el Dragón Elliot. Estoy seguro de que acabé preguntando si era un chico o una chica, pero su extravagancia le acercaba más a la idea de superhéroe y a la fantasía. A menudo, la belleza de su rostro perfectamente perfilado dejaba lugar para una sonrisa entre los versos y George parecía afable y afectuoso durante toda la actuación, mientras los clones y wannabes que llenaron tres noches seguidas el Hammersmith Odeon de Londres aparecían retratados en pleno éxtasis, con las caras cubiertas de sudor y rosas en la mano. Gracias a su personalidad, Culture Club provocó un seísmo más allá de la casilla musical y desafió el conservadurismo reinante en la sociedad de principios de los años 80 para encarar temas como la orientación sexual y la identidad de género. Gran Bretaña había vivido el glam rock y Bowie seguía siendo el rey del disfraz, pero la verdadera confusión a la que llevaba el atractivo de Boy George tanto a hombres como a mujeres inquietaba tanto que se convirtió en una monomanía. Revisando entrevistas para este artículo es prácticamente imposible escuchar a George hablando sobre algo musical; en cambio, las preguntas recogen el nerviosismo con que los periodistas buscaban respuestas al oscuro propósito que había detrás de su único aspecto. Él siempre fue locuaz y excesivamente encantador para responder y se le dio de maravilla hacer pedagogía con amabilidad para normalizar el asunto (incluso se prestó a una especie de tribunal popular en forma de talk show en la televisión local de Chicago, en 1984: América, tan gris como verde para lidiar con un fenómeno como el suyo), pero tras un par de años el empecinamiento terminó por amargarle.
Boy George, Mikey Craig (bajo), Jon Moss (batería) y Roy Hay (guitarra, teclados) llevaban juntos a penas un año y dos singles fallidos a sus espaldas cuando, en octubre de 1982, el reggae suave y sentimental de Do You Really Want to Hurt Me les catapultó al número uno de las listas británicas, haciendo finalmente visible a Boy George y replicándose con ello el tipo de fanatismo suscitado diez años atrás por el Ziggy Stardust de David Bowie. En su primer álbum, Kissing to Be Clever (1982), ese tipo de balada suponía una excepción entre ritmos bailables de reminiscencia latina y tribal, con un George mucho más estridente que sutil y un resultado fundamentalmente unidireccional en el repertorio que ponía en relieve su corta trayectoria como banda. Por eso resulta sorprendente que, en menos de un año y cumpliendo con una agenda frenética de conciertos y compromisos promocionales alrededor del mundo, Culture Club tuviesen la inspiración y la lucidez para canalizarla en composiciones para un segundo álbum ambicioso, ecléctico, mucho más maduro. Time (Clock of the Heart) (1982), single publicado entre discos, fue un primer anticipo romántico y agridulce, destapando la pieza una estructura más sofisticada y arreglos de cuerda. Las tendencias musicales en Gran Bretaña empezaban a favorecer el pop con pinceladas de refinamiento -adoptadas de los géneros más dispares- por encima de la inventiva aristada del post-punk. El segundo disco de Culture Club se gesta y aparece en ese momento, y aunque a menudo se les considere un grupo perteneciente a la fracción más frívola del pop de los 80, nada en esta elaborada colección de canciones (con permiso de 'Karma Chameleon') les vincula a la cosecha más hortera e insustancial de la década. En cambio, nos encontramos con un álbum que tiene un aire cálido y sentimental; que tiene más en común con el sophisti-pop de Aztec Camera y Sade que con los new romantics.
Colour By Numbers (1983) tomó su título de un medio tiempo que se quedó fuera del álbum (búsquenlo en la cara B de Victims). La referencia a los libros para colorear podría ser un comentario irónico a la inflexibilidad imperante que Boy George siempre buscaba subvertir porque, aunque las piezas para pintar vengan determinadas y numeradas en esos libros, cada uno escoge cómo lo hace. También funciona entendiéndolo como definición literal de las diez piezas numeradas del repertorio, porque cada una aporta un tono distinto a lo que objetivamente es un muestrario de pop de eficacia probada (hasta cinco singles más o menos victoriosos en las listas entre sus surcos). George lanza puntuales observaciones sobre los prejuicios y la reivindicación individual desde los textos, pero su sujeto favorito es el amor que se tuerce y se retuerce, encontrando en su tormentosa relación con el batería Jon Moss una musa inagotable; el último en una lista de noviazgos disfuncionales con hombres que no reconocían su homosexualidad.
El ritmo de producción al que se veían sometidas las estrellas de pop británico de los años 80, presionadas por sus managers y sus discográficas a ambos lados del charco, era incompatible con el control de calidad y la reflexión en la mayoría de las ocasiones. Culture Club se equivocaron sucumbiendo a ese círculo vicioso después del éxito mundial de Colour By Numbers y la prueba llegó con el flojo Waking Up with the House on Fire (1984), un trabajo frío y convencional, apresurado y comedido, con salpicaduras de color que suenan a fórmula y muy lejos de la montaña rusa emocional de este predecesor, tan digno de revisión.
Para escuchar en Spotify:
(Disco original entre las piezas 1 y 10; el resto son
extras de la reedición remasterizada de 2002)
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