Imperdible: Ana Béjar - "Sahara Star" (2020)

Brillante como me parece la cita "Escribir sobre música es como bailar arquitectura" -una oración de discutida autoría, aunque se atribuye sobre todo a Frank Zappa-, es obvio que se utiliza con una connotación negativa, ridiculizando a quien osa trasladar a la gramática el poder plástico y evocador que tienen los sonidos, dando por hecho que hacerlo no lleva a nada útil; que ninguna definición puede acertar. Siempre he preferido darle la vuelta y entender que el eslogan reconoce los aspectos indescifrables, misteriosos e incomprensibles que entraña la labor incluso para quien la ejerce. Cuando están creando, los artistas sienten el flujo hormigueante de la inspiración, tantas veces inexplicable y puramente intuitivo. Si nos emociona la obra acabada, quienes luego pretendemos describirla no hacemos más que responder al estímulo con la misma expectación, con las mismas ganas de concebir belleza. En mi caso, dirigido por la sinestesia musical, es como si fuera resolviendo jeroglíficos cuarteados en materiales, paisajes, colores, alucinaciones y recuerdos conforme desfilan las canciones. Enfrentado a una música entera y rica como la que Ana Béjar ha encerrado en el álbum Sahara Star (2020), las sensaciones que querré transcribir no vienen envueltas en la gasa blanca que a veces las hace transparentes, imprecisas como si fuesen fantasmas que huirán si no estás atento, sino que tienen una presencia rotunda y cinematográfica. Hay momentos en los que escuchar este disco es como dejarse engullir por las panorámicas de Philippe Garrel en La Cicatrice Interiéure (1972); como verlas a escala natural en una copia con la imagen restaurada hasta lo cristalino. Pero el director francés rodó en el desierto de Nuevo México (Estados Unidos) y Ana Béjar, en cambio, ha dirigido una cinta cuya bobina nos entrega cubierta por el polvo del Sáhara que el viento sopla hasta Melilla, donde pasó la infancia y la adolescencia. El desierto es un catalizador; una musa ligada a sus orígenes que simboliza solo una de las identidades integradas en un disco que abarca mucho más paisaje que el arenoso: cuando parece que un vidrio de calor desfigura las vistas que se despliegan hasta el horizonte, ondulándolas ante nuestros ojos, arreglos refinados brotan y barren las ondas caniculares como si alisaran agua sobre un parabrisas. El ojo se aclara con un parpadeo agradable y los oídos se abren con las invitaciones acústicas como las gazanias al sol. 

Probablemente solo con la madurez adquirida en una carrera de fondo sea posible llegar a crear algo de este calibre. Con esa madurez viene el peso de la reflexión (el disco se coció a lo largo de casi tres años que se han probado fructíferos) y la disolución en un vaso de agua de las inquietudes que han coloreado la travesía musical de Ana Béjar, porque Sahara Star es de esos trabajos donde las facetas reveladas por una artista a lo largo de los años confluyen con naturalidad, realzándose entre ellas. Así, en la música se da una sensación de círculo pleno que casa con esa lírica que busca en el pasado para ordenar el presente y en las raíces para afianzar el futuro. Entre las sombras líquidas vertidas en las arrugas de estas dunas hay trazas de los Usura que grababan maquetas de canciones lúgubres; de la electrónica expresionista de sus colaboraciones con Carlos Suero; de los afectos agridulces de la última etapa de Orlando; del inconformismo con el que abordó las versiones del EP Everything I Say (2019); del riesgo formal al que se arrastró con Ramón Moreira en Todo... En un punto de dulce madurez también está su colaboración con Jesús Martínez, productor y multi-instrumentista -roles que comparte con Ana, que aquí produce cuatro temas por su cuenta- con quien lleva trabajando intermitentemente más de quince años. Quien recuerde el canto de cisne de Orlando, Songs Before Sunrise (2005), tiene en él un ejemplo primerizo del talento de Martínez para la arquitectura sonora: hileras de arreglos que se superponen pero que nunca se pisan -a veces etéreos, a veces con grano; siempre enmarcados en el minimalismo- y que evocan espacios que respiran en una abierta inmensidad. Ana maneja una intuición muy similar. 

Ana Béjar por Marine de Lafregeyre.

La artesanía en la música de Sahara Star hace equilibrios entre lo intimista y lo majestuoso hasta que se confunden. No podía ser de otra manera viniendo de una compositora que nos invita a mirar adentro a la vez que reverencia la naturaleza que castigamos cada día; un lazo espiritual entre ambas acciones que exhibe en las palmas de sus manos, enfrentándonos a la descorazonadora posición en la que nuestra especie se ha acabado acomodando. Para este trabajo de orfebrería ha usado más herramientas que nunca (suyas son voces, guitarra, shutri, mandolina, teclado, caja de ritmos) pero también se ha rodeado de un equipo extenso elegido con el mejor juicio: además del propio Martínez y de las grabaciones ambientales de José Vargas, figuran Alfonso Pachés (antiguo compañero de Ana en Orlando, caja de ritmos), Atthis (drones, piano), Conrado Isasa (lap steel), Gerardo Ramos, Matías Eisen y Nacho Laguna (los tres al bajo) y José Ojeda (piano, guitarra). Sahara Star es un peregrinaje que posiblemente persigue la idea de que la humanidad es una cualidad inherente en nosotros, en un mundo que quiere que nos olvidemos de esa acepción para quedarnos con la fría y literal "conjunto de humanos". El disco empieza con esa búsqueda y poco a poco va aclarándose, trasladándonos sensaciones más serenas que nos llevan a reflexionar sobre qué hacemos para vivir o no en paz; de qué nos rodeamos, con qué alimentamos la psique. Tiene todo el sentido que el repertorio lo divida su interpretación de 'Everything I Say', original de Vic Chesnutt, que se abre con estos versos: "El establo se derrumbó / desde la última vez que lo vi / ahora solo son escombros / bueno, ahí se va el pasado"; y se cierra con estos: "Ella quería ser inventora / pero nada nuevo fue todo lo que pudo reunir". Es un momento de flaqueza, sintiendo que has perdido parte de tu identidad, que tu ambición y tu empuje para avanzar se ven saboteados por las circunstancias. Pero después de soltar este lamento sombrío, que hace suyo encerrándose en un laberinto frío como la luz de la luna, sale a flote.

En la primera mitad del álbum, 'I First Came Blind' y 'I've Got a Star' lucen una estructura ósea de blues-folk terrizo, sonando como travesías en sí mismas, de cadencia lenta, contemplativas, alternando imágenes de pura belleza con deseos de prosperidad que los ornamentos instrumentales acrecientan. 'Sahara Star', con su pulso insistente y un ambiente onírico, hace que caiga la noche enseguida (la inspiró el recuerdo de una lluvia de estrellas que vio de madrugada cuando era niña, dudando si era fruto de su imaginación) y no es para sumirnos en un estado de angustia, sino que el apremio que la conduce es para alcanzar a un ser querido y manifestarle su amor incondicional. De este intenso recorrido nos despierta 'Rhoda', un amanecer hecho música (la muestra más excelsa de lo que consigue Jesús Martínez a los mandos) que pronto se revela como el suspiro de un abandono agridulce, la imagen de una mariposa cuyas alas ha tocado un cafre con los dedos. El cambio de tercio se da cuando suenan seguidas 'Haunting Eyes' y 'Oxigen'; en la primera explora una intriga amorosa que sabe a nuevo ciclo ("Me asomé demasiado / para verte la cara / tus inolvidables ojos"), y en la segunda, afianzada esa complicidad, se respira una renovada fe en la buena fortuna (ese ritmo que suena como un aleteo). En 'Exile', que sorprende con una desnudez reminiscente del modo en que reinventó 'Ponce de Leon Blues' de Beachwood Sparks en el anterior EP, adopta unas palabras del escritor Emile Cioran: "Las lágrimas no queman / solo queman cuando estás solo", enfilando el camino hacia la luz que también pasa por las instantáneas placenteras de 'And Yet It's Not Night'. Si ya nos parecía haber escuchado pedazos de cielo y tierra antes, 'Himmel und Erde' los exhibe en alemán en el título y los honra en el único texto en castellano; una ofrenda, las conclusiones de su búsqueda en un espejo difícil de mirar ("Es el cielo con la tierra / es una fruta podrida / en el suelo masticado / un hueso ya sin semilla / (...) Dime cuándo nos perdimos / dime cuándo nos abandonamos"), una pieza que recoge algo tan ancestral como vigente y esperanzador: un encendido anhelo de conciliación.

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