Caso abierto: Boss Hog - "Whiteout" (2000)

En los Estados Unidos, la palabra "whiteout" se utiliza para referirse al corrector líquido de color blanco. Con la raíz en el nombre de la marca más exitosa del producto en esos lares, acabó figurando en su diccionario igual que tenemos el "típex" en el de la Real Academia Española. Diría que el mote inglés tiene más cuerpo que el nuestro; para empezar, el mismo blanco figura en su composición y suena como si realmente pudiese arrasar con todo. Es un eslogan en sí mismo y, de hecho, como título, era una consigna muy buena -directa, gráfica, de impacto- para anunciar y describir el disco con el que Boss Hog regresaban en 2000 tras cinco años de silencio insólito en su trayectoria, habiendo registrado una actividad discográfica bastante regular entre 1989 y 1995.


El blanco es insignia de lo que está por estrenar, de lo impecable; también de desinfección y hasta de barrido. Un fundido en blanco ilustra a veces una pérdida de consciencia o un coma. Cuando tenemos una laguna mental transitoria nos quedamos en blanco. Hay rastros metafóricos en Whiteout que apuntan a todas esas cosas y que explican mucho sobre este álbum en comparación con lo que había sido Boss Hog hasta ese momento. ¿Cómo había llegado aquí una banda que estaba entre las responsables de que, a finales de los 80, se acuñara el término pigfuck para definir el blues-punk mugriento que pringaba el underground neoyorkino? Las biografías lo atestiguan: Boss Hog empezó como un revuelto de música descacharrada a base de ira y provocación, al principio con una formación compuesta por ilustres de esa escena -miembros de grupos como The Honeymoon Killers y Unsane- coronada por Jon Spencer (guitarra, voz) y Cristina Martínez (voz), ambos procedentes de Pussy Galore, la banda que lo inició todo en 1985, de la que él era fundador y con la que Martínez colaboró en una de sus últimas versiones.

Casándose (dos veces; la segunda en 1991 por la iglesia, en España, donde tiene raíces Cristina), la pareja añadió un subtexto con extra de morbo a sus acalorados delirios eléctricos, una corriente de estrés erótico que empezó a perfilarse de una manera más sensual cuando el grupo se redujo a ellos dos junto a otra pareja, Hollis Queens (batería, voz) y Jens Jurgensen (bajo). Si hasta entonces su música tenía el punto sórdido y aterrador de los cortos de Richard Kern, los imprescindibles Girl + (EP de 1993) y Boss Hog (puesta de largo definitiva de su estilo, publicada por la multinacional Geffen en 1995) mantenían la perfidia pero dejaban margen para el juego, resultando en un sex-appeal más sugerente que angustioso. Geffen les había fichado por cinco discos, pero cuando por una jugada de negocios el sello se fusionó con Interscope y A&M Records en 1999, a bandas como Boss Hog les dieron la patada. El inicio de la incertidumbre sobre su futuro les pilló en el estudio Funhouse de Nueva York, grabando maquetas para Whiteout. "En parte fue desconcertante, pero al final fue lo mejor", explicaba Martínez en 2000. "Nos pagaron lo que nos faltaba de nuestro adelanto y nos dieron el copyright de las canciones que ya habíamos grabado. Salimos más que bien parados".

Geffen rehusaría lo que tenían grabado en un CD-R, pero no sabían que Boss Hog estaban a punto de guisar su trabajo más elaborado, digerible y pegadizo. Solo se les oyó un tema en el impasse entre discos, un teaser temprano de lo que estaba por venir: su versión de 'I'm Not Like Everybody Else' de The Kinks -cedida a la banda sonora de SubUrbia (1997)- introducía al teclista Mark Boyce como miembro fijo en la formación y mediante la acidez de su órgano dejaba entrever una creciente influencia sixties (en Boss Hog ya versionaron a Ike & Tina Turner). Las nuevas composiciones tenían el brío en las atmósferas y los grooves circulares, persistentes, y Cristina estaba dispuesta a ser consecuente en la proyección del sonido. Empezaron a entrar en juego detalles y arreglos inauditos según sus postulados. "No fue nada preconcebido", argumentaba ella. "Las canciones sonaban más modernas y pop. También estamos más alegres, en parte, como fruto de las circunstancias. En vez de hacer algo sin estar convencidos e intentar convertirlas en otra cosa, dije, 'Bueno, lleguemos hasta el final'".

El film sintético sellado térmicamente a las canciones fue demasiado para los puristas. Por el lado superficial, podía parecer que la refinación de su discurso respondía al verdadero efecto 2000 entre muchos artistas de rock y pop más o menos alternativos: el uso, en diferentes medidas, de samples, loops y arreglos electrónicos a finales de los 90, que van desde el abrazo de David Bowie al drum'n'bass en Earthling (1997), a las bases de Adore (1998) de Smashing Pumpkins, el revestimiento de Up (1998) de R.E.M. o la seria reconversión de The Cardigans en Gran Turismo (1998). Precisamente fue el productor de estos últimos, Tore Johansson, uno de los artífices del cambio, elegido personalmente por Cristina por sus juegos estereofónicos en el First Band on the Moon (1996) de los suecos. Andy Gill (Gang of Four) fue el otro productor implicado entre un puñado de ingenieros que pulieron las mezclas cuando se les acabó el tiempo con él. Fue un choque saber que habían tomado esta dirección pero, ¿era en esencia tan distinta de lo que habían hecho antes?

Madonna dijo en 1998 que siempre se hablaba de reinvención cuando publicaba un nuevo álbum, pero ella consideraba que lo que estaba haciendo era más bien revelarse lentamente, quitando capas. Marketing a parte, tiene sentido. A lo mejor Whiteout es el disco en el que Cristina Martínez se permitió mostrar más facetas de sí misma. Escuchando en 2017, lejos de las expectativas que hubiese sobre su contenido cuando se publicó, nada parece impropio de Boss Hog. Quizás el single más convencional, 'Get It While You Wait', al que le falta garra y gas (los pequeños coros a lo Garbage lo deshinchan), quede como el verdadero experimento fallido, pero por lo demás estamos ante un trabajo que sigue explorando el calor tórrido del tira y afloja conyugal, con el tono bellaco del blues siempre en la base.

Entre cachetes de funk ('Chocolate', micrófono compartido con Jon), soul (la potente intervención de Hollis cantando el estribillo de una 'Whiteout' plagada de imágenes religiosas lúgubres), rock salado ('Trouble'), perverso como antaño ('Jaguar') o airado ('Monkey'), más llamativas son las incursiones retro-modernas en los 60 y los 70 de piezas como 'Nursery Rhyme', arrastrada por una melodía amenazante hasta un estribillo de oscuro ye-ye; o 'Fear For You', un tema que conjura toda la intención que hay detrás de este disco con actitud, sangre y humor (Julio Ruiz no paró de pincharla en Radio 3 una buena temporada, haciendo de ella su single elegido). Sofisticados, sí, pero Boss Hog suenan rotundos como si fuesen una suerte de Shocking Blue para el nuevo milenio. 'Stereolight', ensoñadora y futurista, es en realidad más orgánica de lo que parece, lo mismo que 'Itchy & Scratchy', un nuevo mano a mano entre los dos que esconde la línea vocal más sensual del disco ("Tú, tú me has hecho sufrir...") y evidencia que lo que hemos aguantado por parte de dúos como The Kills en tiempos recientes -que en estos Boss Hog tuvieron un modelo a seguir- es más postureo que otra cosa.

Vencer en el desafío de adornar así su música sin dejarla aséptica no era sencillo; ellos mismos aluden a lo meticuloso del proceso con sorna en los créditos, cuando sus nombres vienen precedidos de la frase "En el laboratorio". La fotografía de la portada realizada por Richard Kern (distinta en según qué regiones) le dio el toque final, siempre sexy, pero ahora también frío. ¿Una modelo en un número de Playboy de 1974 o un autómata? Sangre embotellada en blanco.



Para escuchar en Spotify:
(*ha sido retirado esta misma semana de la
plataforma española sin explicación; hay
muestras de 30 segundos de cada tema en iTunes)



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