Imperdible: El Inquilino Comunista - "Bluff" (1994)

El verano de 1998 fue el de grabar de Radio 3 los conciertos de Sonic Youth y PJ Harvey en Benicàssim, pero también el de trasnochar enganchado al programa de televisión Les 1000 i Una que conducía Jordi González entre semana, rodeado de comediantes cuyos personajes me negaba a aceptar que no fueran reales; como un niño con los Reyes Magos. Fue el verano de llamar a la línea caliente del Diario Pop de Jesús Ordovas para pedir que pusiera las viejas maquetas de Dover y The Killer Barbies, pero también el de preguntarme cómo cuadrar mis años de devoción por Madonna en medio de esos descubrimientos guitarreros. Fue el verano de quedar con el compañero del instituto con quien pretendía tener un grupo musical para ensayar en el garaje, pero también el de no perderme las reposiciones de la serie Pepa y Pepe (la Roseanne a la española protagonizada por Verónica Forqué) que emitían en La 2 antes del prime time nocturno. Dividido entre el adolescente marginado y el crío blando y desorientado, estas cosas me reconfortaban tanto que atesoraba todo lo que podía en cintas de vídeo y de casete reaprovechadas. Fue en una de esas noches veraniegas cuando, esperando a que empezase Les 1000 i Una, volví a poner La 2 y reconocí a Najwa Nimri, la presencia más magnética de la película Abre los Ojos que había visto hacía unos meses. Aquí llevaba la cabeza rapada y tenía una mirada que era pura ansiedad. No lo sabía, pero había pillado empezada Salto al Vacío, opera prima tanto de Najwa como del director Daniel Calparsoro. La cinta donde grababa Pepa y Pepe seguía dentro del vídeo así que, irónicamente, el folclórico 'Suspiros de España' con el que concluía la serie se fundió con el silencio gris verdoso de un filme donde en el reverso de la incomunicación y la violencia subyace el amor. En Salto al Vacío hay una escena cautivadora: Najwa está en la habitación que comparte con su hermano pequeño en un piso decrépito de Barakaldo, tumbada en la cama desnuda de cintura para arriba, y sobre su torso se proyecta la sombra de un avión motorizado de juguete que cruza la habitación suspendido de un cable. Suena una canción crucial para redondear ese paréntesis de reposo para ella; un medio tiempo de guitarras limpias y una melodía que nos hace entender sus anhelos y unas melancólicas expectativas por llevar una vida menos castigada. Por aquel entonces en La 2 se emitían los créditos finales de las películas, no como ahora, así que esperé intrigado mientras subían los nombres en la pantalla: la canción se llamaba 'Lucy', y era de El Inquilino Comunista.  

El verano de 1998, el cuarteto de Getxo (Vizcaya) llevaba una buena temporada sin dar señales tras la publicación de su tercer álbum, Discasto!! (1996), dos años humanos que en el universo indie español contaban como años de perro si pretendías encontrar discos que estaban descatalogados, en muchos casos editados por sellos desaparecidos o que se habían transformado; como Radiation, la casa de El Inquilino Comunista, que abandonó su actividad como discográfica para dedicarse exclusivamente a la promoción de conciertos. Unai Fresnedo, su fundador, explicaba en El País en 1999: "Cuando empieza a pasar algo interesante todo el mundo quiere pillar su trozo de pastel, se meten las multinacionales, se mete mogollón de dinero por medio y la gente se olvida de lo que piensa y de lo que cree. Eso lo corrompe todo, porque no tienes una infraestructura para mantenerte a nivel independiente como pueden tenerla en Estados Unidos. Allí, cualquier grupo de mierda, como es un país tan grande, ya vende 20.000 discos y eso te da una viabilidad, un margen de maniobra". El hastío que motivó su reconversión en promotor también accionó el proceso de autoborrado con el que el grupo abandonó la escena; un silencio materializado en un parón discográfico que nunca han reactivado aunque han seguido ensayando y dando conciertos puntuales hasta día de hoy. Hacerme con la discografía de El Inquilino Comunista a finales de los '90 desde Lleida fue un reto para el que fueron claves tanto mi olfato como el azar, algo que me ocurriría con otros grupos de su generación que también se habían esfumado: lo mismo encontrabas uno de los discos olvidado en un expositor -triste testigo de una época en la que cualquier tienda se nutría a granel de lo que se considerase "alternativo" porque estaba de moda, pero ni lo vendía ni lo devolvía- como te apuntabas a un catálogo por correo que veías anunciado en una revista y, al recibirlo, se te aceleraba el corazón porque tenían listado lo que creías definitivamente inencontrable. Estuve buscando Bluff (1994), el disco donde estaba 'Lucy', más de un año desde que vi Salto al Vacío. Me parece un pico creativo de El Inquilino Comunista y siempre ha sido mi álbum favorito de los tres que tienen, pero no sé si debo aceptar que también tiene un lugar privilegiado en mi corazón porque encontrarlo a esas alturas, verlo y tocarlo cuando llegó el paquete, fue emocionante en sí mismo. 

El Inquilino Comunista en 1993: Javi Letamendia, Santiago Real de Asúa, Álvaro Real de Asúa y Juan Losada.
(Foto promocional sin acreditar)

"¿Y no os preocupa que esta eclosión de lo independiente, de la que también sois responsables, pueda ser un bluff?". Gerardo Sanz se lo preguntaba al grupo en el Rockdelux de octubre de 1993. Santi Real de Asúa (guitarra, voz) le respondía que eso iba a durar y no le faltaba razón para creerlo en ese momento; entrevistado en el camerino de la barcelonesa sala Zeleste después de telonear a Sonic Youth, cuando de todas las provincias estaban saliendo grupos de influencias anglosajonas y la prensa especializada visibilizaba el movimiento, con la esperanza de que en España replicásemos el modelo de escena autosuficiente que admirábamos de los Estados Unidos o Inglaterra. Faltaba mucho para que eso llegase a ocurrir, pero El Inquilino Comunista (el nombre es un eufemismo para la menstruación, que una amiga usó para excusarse por faltar a su primer concierto) fue un ejemplo singular y temprano de banda sólida, competente y exportable de ese underground patrio en construcción. Apadrinados por sus paisanos Los Clavos, cuyos guitarristas vieron un concierto suyo a finales de 1991 y se los llevaron de teloneros enseguida además de animarlos a grabar su primera maqueta, se convirtieron en la punta de lanza de una escena local en ebullición que revistas y fanzines bautizaron como Getxo Sound, refiriéndose no tanto a un sonido homogéneo como a la poderosa corriente (dicen que en los '90 llegaron a estar censadas en el municipio hasta 40 bandas). El doble single Extended Play (1992) y sobre todo su primer álbum El Inquilino Comunista (1993) dieron fe de su potencial, certificaron que los elogios escritos no eran charlatanería y los distanciaron -sus conciertos ya llevaban meses haciéndolo- del amateurismo que caracterizaba las grabaciones de muchas formaciones debutantes. Javi Letamendia (batería) recordaba que "teníamos nuestro sonido bastante definido y los técnicos se limitaban a hacerlo sonar de la mejor manera posible, y pese a ser nuestro primer disco no estábamos para nada nerviosos, porque no teníamos ninguna presión, más que el tiempo impuesto [a penas cinco días] (...) Creo que el disco representa el espíritu del grupo en ese momento. Se nota la energía, la frescura, la naturalidad por todos los lados".

Letamendia, los hermanos Santi y Álvaro Real de Asúa (guitarra, voz) y Juan Losada (bajo) tenían ideas y se habían trabajado la técnica para ejecutarlas sin fisuras. El Inquilino Comunista exudaba una energía dinámica que basculaba entre la perversidad y la belleza, lo que también he apreciado siempre -cada uno a su manera- en Penelope Trip y Usura, grupos coetáneos con quienes coincidían en explorar el rock vanguardista desde el ruido y la melodía, mientras que su faceta más agresiva e inmediata los hermanaba con Cancer Moon o Bach Is Dead dentro de esa misma vocación experimental. Santi y Álvaro aprendieron todo lo indispensable -lo abrasivo, lo delicado- de las conversaciones guitarrísticas entre Thurston Moore y Lee Ranaldo en Sonic Youth, y aunque era una referencia incuestionable (que nadie, nadie se ahorró al documentar su trabajo) fue un lenguaje que usaron con personalidad. Para cuando planeaban grabar su segundo álbum ya habían compartido escenario con esos maestros, con Pavement y con The Breeders, y ejecutivos de la multinacional RCA se habían sentado a la mesa con ellos con la intención de ficharlos, pero después de cavilarlo seriamente se decantaron por la espantada. Test (1994), un EP autoproducido en dos días para tenerlo listo cuando teloneasen a las hermanas Deal, se abría con una canción inspirada por el cortejo corporativo: "No os vayáis con RCA / (...) Las letras tendrán que cambiar / para no joder las ventas", decía una 'Pop Star' desenfadada como ninguna de sus composiciones anteriores. Era su manera de declararse oficialmente cómodos en la independencia y observar con el punto de sorna necesario el pequeño circo, que diría Nando Cruz, de la escena nacional.

El Inquilino Comunista fotografiados por La Mano Rara en 1994.

La autoproducción de Test había sido una experiencia satisfactoria para ellos, pero el álbum era un proyecto más ambicioso y decisivo para afianzar su excelente reputación. Tras considerar varias sugerencias se decidieron por Black Box, un estudio prácticamente recién inaugurado por los ingenieros Iain Burgess y Peter Deimel en la campiña bretona. A lo largo de los años '80, Burgess había trabajado con muchas bandas de la escena punk rock de Chicago, entre ellas Big Black, y con el cambio de década cumplió su deseo de regresar a Europa y montar un estudio residencial dentro de una antigua granja con su socio. En el número de Factory del último trimestre de 1994, que tenía al grupo en la portada, Álvaro contaba a Joseba Martín: "Es un estudio donde todo funciona a válvulas, mesa analógica... El tío no quiere saber nada de sonido digital o de DATs. (...) El estudio y la casa estaban juntos, vives prácticamente con ellos, y con la posibilidad de dar un paseo o ir a tocar al estudio a cualquier hora del día o la noche". La tranquilidad y el tiempo (nueve días esta vez) fueron un avance al respecto de las anteriores grabaciones que dio como resultado su trabajo más elaborado y diverso, algo que ya era parte del plan cuando salieron de Vizcaya con un surtido de guitarras eléctricas y acústicas y que fue muy cómodo de explorar por cómo Burgess dispuso de todo en el estudio, "todos los pedales puestos para elegir en cada momento. Tenías la opción de tocar, grabar y comprobar al instante si era el sonido que buscabas para esa guitarra. Hemos grabado todas las guitarras por el micro, desde el ampli". Y qué guitarras; desde el primer asalto con 'Wild Life', un inicio eufórico y con un punto chuleta, queda claro que la distorsión no va a asentarse por defecto en un grado altamente corrosivo, sino más bien puesta a calentar hasta que aparecen pequeñas burbujas que dibujan un agradable cosquilleo. Lo escuchamos en los diálogos templados de canciones como 'Sense Answers' o 'Pastis 91', piezas eléctricas donde se adivina un espectro emocional más abierto a la vulnerabilidad que antaño, algo aún más cautivador cuando las dejan limpias para el delicado retrato de 'Lucy' o en una 'Leo' que avanza envuelta en tensión. Hay espacio para las canciones desenfadadas pero en el fondo agridulces (la ágil 'Echocord', 'Staged & Surprised') y un par de momentos épicos por el lado más contundente con los que se te cae la baba: '20 Seconds', una continuación abrasadora del ambiente amenazante con el que hacían explotar 'The Gag' en Test; e 'It's OK', una obra maestra en su catálogo, ejemplar para ilustrar a cualquiera su maestría tejiendo notas complementarias y llevándonos de la melancolía a un rencor tangible y desesperado. Juan Losada firma excepcionalmente la última, 'The Reminder', un medio tiempo de a penas dos estrofas y un puente que, pensándolo hoy, tiene un aire a Sebadoh.

No sé si al poner nombre a este disco recordarían concretamente la entrevista donde Gerardo Sanz les preguntaba por el posible bluff de la escena indie española. Seguramente es una palabra que oyeron repetidamente por aquel entonces para referirse a ellos con escepticismo, por la unanimidad positiva que habían despertado en la prensa especializada. "Bluff" como título se me antoja el lazo más bonito para este paquete en ese otoño de 1994; la burla anticipada a los que le restarían mérito como fuera, la peor sentencia de muerte para el difícil segundo álbum y las expectativas de revalidación que lo rodeaban. La combinación de todo este subtexto con esa imagen de la portada -pintada por el vizcaíno Julián Vallejo sobre papel de pared- es soberbia; casi como si evocasen la negativa a fichar por RCA mediante ese pacto de suicidio entre gemelos, decididos a cometer la insensatez de rechazar la tentación capitalista. Bluff, el disco que se escucha, es la sólida evidencia de que todo el envoltorio era solo ironía. 


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