Tarde o temprano: Maika Makovski - "Desaparecer" (2011)

Primera o segunda fila de platea, la noche del estreno de Desaparecer en el Teatro Romea de Barcelona. De Juan Echanove recuerdo sobre todo varios estremecedores gestos en su tez, empapada en un sudor histérico; recuerdo cómo su voz abrasaba la segunda mitad de la obra en el espeluznante recitado de Nevermore de Edgar Allan Poe sobre una percusión tan agitada como insólita a cargo de Maika Makovski. La figura de ella, de espaldas, golpeando metales en un compás deforme, es otra instantánea acerada. Pero lo que nunca olvidaré de Maika es la primera vez que se levantó de la banqueta del piano y se dirigió al filo del escenario para recitar, sigilosa, sus primeras palabras, haciéndonos tragar saliva con congoja mientras veíamos como por su mejilla derecha se deslizaba una lágrima. Tras el piano removió y embelleció según el guión, pero con su sola presencia fantasmal al lado de Echanove quedó clara su indudable valía como intérprete y transmisora de emociones. Calitxo Bieito, artífice de tal espectáculo, sabía que contar con ella sería mucho más que tener a un músico en directo sobre las tablas, una simple banda sonora.

Poco más de un mes necesitó Makovski para perfilar el repertorio que hablaría por el cosquilleo aturdido y voraz residente en el estómago del personaje de Echanove. Debió ser una de esas propuestas que aceptas como un reto con la certeza de que te harán crecer una barbaridad si cumples con el trabajo. Se inspiró en los textos que había elegido Bieito de Poe (The Black Cat, The Raven) y en los de otro escritor también sugerido por el director, Robert Walser (cuya muerte mientras daba un paseo por la nieve es la imagen de la canción que supone el centro de la función y del disco), y aparcó la guitarra eléctrica en favor de ese piano que aún no había utilizado como eje de ninguno de sus álbumes. Desaparecer habla, en fin, de no saber comunicarse, no saber amar, no saber estar, no saber romper con esas ataduras autoimpuestas que hacen de nuestra existencia una pesadez y no saber escucharnos para saber qué nos falta. Las versiones de estudio se grabaron en a penas tres días de abril del año pasado, otro reto superado.

Si bien, por su naturaleza de encargo, no hay que buscar en Desaparecer una continuación fiable de ese Maika Makovski con el que sorprendió y afianzó su personalidad como autora hace dos años (eso llegará el próximo mes de abril), es un disco que está a su misma altura. El alma de Makovski es palpable en todo lo que hace, y la invitación de Bieito ha sido al fin y al cabo una invitación a indagar un poco más hondo en ella misma, a abrir perspectivas musicales y sentimentales. El disco homónimo era físico y lúgubre, arrebatado y perverso, una obra homogénea al respecto del deseo indomable y la decepción, y aquí se la escucha más reflexiva y madura; aún inquietante, pero más suave. El revestimiento instrumental añade color a la gravedad de las piezas a voz y piano, que ya de entrada tienen un mayor peso melódico que muy probablemente haya propiciado el mismo instrumento.

Algunas interpretaciones son bastante fieles a las vistas sobre las tablas (necesariamente íntimas 'A Dream Within a Dream' y 'Trying to Live Here', dos muestras del excelente manejo vocal de Maika en la actualidad y del aliento jazz y soul que recorre a estas canciones), pero en la mayoría de los casos cobran vida los rústicos rasgos musicales que identifican a la autora. Es una paleta ecléctica y nada tímida: el acento en los ritmos picapiedra de la exasperante 'Iron Bells' y de 'Body' ("Quizás mi cuerpo tenga hambre pero mi alma está viviendo la vida / si vieras lo que yo veo no me volverías a compadecer"); la sensualidad cabaretera y blues de 'We're Alive', canallesca y alterada en 'Only Innocence is Capable of 'Pure Evil'; el resquemor peligrosamente alimentado por la soledad en ese 'Avoiding You' acurrucado por una trompeta con sordina (esta pieza duele como cualquiera de las de su anterior álbum); y dos composiciones, 'Frozen Landscape' y 'The Empress' Womb', majestuosas por el uso (inaudito en ella) de acordes mayores que las convierten en palacios etéreos.

No puedo imaginar otra reacción por parte de quien escuche este disco habiéndose entusiasmado con el anterior que no sea un hormigueo impaciente por descubrir más; una sonrisa cómplice y satisfactoria ante la revelación de que Makovski no ha hecho más que empezar a envalentonarse.

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